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6. Hacia la batalla.

No debieron pasar más de unos minutos desde la marcha de Lotario Negropasado que regresó éste acompañado de tres hombres. Dos de ellos portaban una mesita y una silla, una cosa cada uno, el tercero un vasto tomo, una pluma y un frasco de tinta negra donde impregnar su punta. Los cuatro parecían enfrascados en una discusión, siendo dos, uno el propio Lotario, quienes más pasión derrochaban en la misma.
—¡Y yo vuelvo a insistir en que el cupo de reclutamiento está cerrado! —protestó el que llevaba los avíos para la escritura, un sujeto de cierta edad, más bien bajo y falto de forma, que no parecía muy ducho en el arte de la lucha dada la torpeza y pesadez con que acompañaba sus gestos toda vez que se movía.
—¡Maldición! ¡Estamos faltos de efectivos! Si no estás dispuesto a inscribir a estos hombres en el libro de registros seré yo mismo quien te corte las manos. ¿De qué nos sirves si pones excusas siempre que tienes que ejercer tu profesión? ¡Inscríbelos ahora y gánate el sueldo, maldito haragán! —replicó Lotario, que, malhumorado, arrebató la mesa y la silla a quienes las acarreaban, quedando éstos perplejos, y las situó iracundo junto a aquel a quien se dirigía, al que, acto seguido, aferró por los hombros y obligó a tomar asiento contra su voluntad aunque no oponiéndose éste abiertamente, yendo el volumen al suelo en el transcurso de la acción. Después, el capitán desenvainó su espada y la depositó sobre la mesa. El escriba, que recuperaba mientras tanto el libro, quedó sin habla al ver la resplandeciente arma—. Ahí la dejo como muestra de buena voluntad. No quiero que olvides lo que amenacé con cortarte si eludes tu responsabilidad. No me temblará el pulso. Además, apreciarás que hay un individuo entre los recién llegados que sostiene un libro. Sabe leer, diría yo. Y si sabe leer también sabe escribir. No creo que se niegue a sustituirte si te ocurriese algo desagradable en su presencia, aunque parece un hombre de fe y nunca se sabe con ellos. Pero, seamos honestos, entre esgrimir la pluma o la lanza, no serían pocos quienes sabiendo escribir optasen por la primera opción, lejos de la sangre —dijo Negropasado.
El hombre, turbado, carraspeó al tiempo que trataba de recuperar la compostura, al menos a ojos ajenos, pues por dentro era presa de una agitación que nunca antes conoció. Tomó aire y, con un ademán de la mano, hizo señas a los que hasta allí le acompañasen. Éstos, estando a su servicio, reaccionaron al momento instando a los prisioneros a que formasen una ordenada fila de a uno frente al puesto recién instaurado.
—¿Nombre? —interrogó el escriba al primer prisionero, adoptando al instante un aire de suficiencia tal que le hacía parecer mucho más importante de lo que jamás fue, era ahora y nunca sería.
Sigfrido aguardaba a que le llegase su turno ocupando una de las últimas plazas, junto a Eladio y al enclenque hombre del libro. Atendía el muchacho al continuo desfile de la tropa, que marchaba en una dirección que fue incapaz de adivinar por desconocer en gran medida el modo en que debía orientarse. De hecho, si sabía dónde estaba el Norte desde el lugar en que vivía se debía a las muchas veces que le había sido dicho qué recorrido debía seguir para llegar al célebre Gran Camino. “Siempre hacia septentrión, sin desviarte de la senda hasta llegar al cruce”, era una de las frases que más acudiera a su mente toda vez que había tratado de no olvidar cómo ir hasta allí si algún día decidía aventurarse lejos de casa, tal como acabó ocurriendo aquella misma mañana tras su fracasada tentativa nocturna. Pese a no saber orientarse como es debido, por más que acertara a veces en su pronóstico, Sigfrido, siendo fiel a su convencimiento de que las apariencias eran sumamente importantes para el adecuado progreso de toda persona que aspirase a ser tenido en cuenta, se había preocupado por mantener tal hecho en secreto actuando como si dominase completamente aquella habilidad, aun ante sus padres, pensando ilusamente que también podría engañarles a ellos. Quizás sí al padre, pero no a la madre, de veras sagaz en cuanto al uso de la intuición y su capacidad de observación.
La fila fue avanzando lentamente, con el joven distrayéndose en la algarabía, que parecía ganar en intensidad por minutos. Incluso Gelasio el guardia se mostraba interesado en el vaivén de sus compañeros de armas, buscando sacar algo de información de entre el vociferio imperante a pocos metros de ellos. Sigfrido quiso saber la opinión de Eladio al respecto de tanto revuelo, pero se encontró con que éste apenas le hacía caso, dándole la impresión de que se debía a que llevaba un tiempo enfrascado en una densa conversación con aquel extraño hombre que tenían delante y que no cesaba de abrazar su libro con ambas manos a cada poco.
—Sois un hombre atormentado a la vez que bueno —decía éste dirigiéndose a Eladio—. Aun habiendo sido traicionado por vuestra esposa buscáis no sólo perdonar, sino también comprender. Cualquier otro la habría emprendido a lanzazos con los dos amantes al descubrirlos dormidos en su propio lecho. Y todos habrían comprendido tal acto de venganza pese a encontrar culpable al asesino, pues la pasión es un diablo malicioso cuando se desboca, cosa que nadie en su sano juicio duda. Pero vos sois distinto, o lo parecéis al menos. Incluso exculpáis al muchacho que acompañáis de veros como ahora os veis, ya que decidisteis ir con él por voluntad propia buscando reflexionar. ¿Cómo un leñador, o lo que sea que seáis, puede tener acceso a tales pensamientos, vedados tan sólo a quienes dedican tiempo a la lectura de textos que tratan la filosofía más profunda? Es inaudito a mi entender. De verás asombroso. Sin embargo os declaráis ateo convencido, lo que me entristece a la vez que alegra, pues mi búsqueda podría acabar habiéndome topado con vos; un hombre que contiene a raya a sus demonios y que, a su modo, busca la verdad y trata de ser justo pero que carece de la fe, tan necesaria. Apenas puedo creerlo.
—Todo tiene su explicación, y mi caso no es distinto, se lo aseguro, aunque es largo de contar. Mi padre, buen hombre, fue consejero de un señor feudal. Sabía leer y escribir como es natural y se preocupó por enseñarme. Vivíamos bien siendo yo niño, pero todo cambió cuando quiso convencer al noble de que encabezase unas reformas más justas para el campesinado. Sus enemigos, los cuales no le faltaban, aprovecharon el rechazo inicial del señor para arremeter con dureza contra él, quien siempre fuera el más escuchado, y provocar su caída. Fue desprovisto de sus títulos y posesiones, aun de sus ropas, y condenado a ganarse la vida como uno de aquellos a quienes quiso beneficiar en detrimento de la nobleza a la que se debía y en lo que se basaron para dictaminar sentencia. Así es como acabamos en la aldea llamada Pocas Casas, de la que venimos mi joven compañero y yo. Mis padres se hicieron con un puñado de fanegas de tierra a las afueras empleando un dinero que escapó de la vista de todos; se vieron obligados a ocultar una mínima parte de lo que fuera suyo con vistas de garantizarse un nuevo comienzo que de otro modo les habría resultado imposible. Levantaron una casa humilde y aprendieron a trabajar la tierra, pero nunca olvidaron transmitirme sus ideas, ambos, pues mi madre se asemejaba en el pensamiento a él, mi padre, llegando a ser aun más honda a la hora de discurrir. Nadie los comprendió del todo salvo yo, quizás porque las propuestas que ofrecían amenazaban con derrumbar los cimientos sobre los que fueron erigidas, generación tras generación, vidas enteras de gente bien situada. Sostenían mis amados progenitores que esta sociedad, la nuestra, nunca fue pensada para el bien de todos al ser parida, sino para el de unos pocos afortunados que bienviven aprovechando el agravio de muchos que malviven. ¿Cómo creer en la existencia de una deidad que acepta todo eso y permite las desgracias que derivan en gran parte de la negligente conducta de aquellos que se hacen llamar sus hijos? No. Me enseñaron, y eso creo con firmeza, que ningún ser omnipotente dejaría que sus propios vástagos destruyesen su bienintencionada obra del modo en que nosotros lo hacemos. No hay dioses ni nada similar. La muerte no abre ninguna puerta hacia un paraíso prometido, sino que libra al mundo de soportar las consecuencias de nuestros irreflexivos y egoístas actos por más tiempo. En ese sentido no me diferencio en cuanto a creencias del jefe de estos malditos que nos han apresado y que se hacen llamar buitres. Además, mi madre mantenía, muy acertadamente si me lo permitís, que dios es la perfecta herramienta para que quien esté en el poder siga permaneciendo en él por mucho más tiempo, todo cuanto le sea posible, tanto él como sus más acérrimos simpatizantes junto con la descendencia de todos ellos —dijo Eladio, empleando palabras y frases que, sumadas a la extensión de su discurso,  algo de lo que ya había avisado, aburrieron hasta la extenuación a Sigfrido, que había tenido, a su parecer, la mala ocurrencia de seguir prestando oídos a la conversación.
“Nunca antes me había parado a escuchar a este hombre. No sé si hablaba ya así de antes, pero me alegro de no haber intercambiado palabras con él más allá de un saludo, un adiós y poca cosa más”, pensó el joven, que no veía el momento de dar su nombre al escriba y poder mezclarse con gente menos complicada de comprender.
—No sabía nada de tu historia familiar, vecino —dijo, más por hacerse notar que por participar de la charla.
—Lo mantuvimos en secreto. Aunque nadie preguntó interesándose por nuestro pasado, no sé si por educación o por falta de interés. Quizás alguien inventara alguna historia sobre nosotros que todos dieron por buena —respondió Eladio.
—¿Y ese libro suyo? ¿Qué dice? —preguntó tímidamente Sigfrido al hombre.
—Este libro es parte de la salvación que ha de llegar si se dan las circunstancias, que se darán, no me cabe duda —contestó el interpelado sin ocultar su desdén hacia el muchacho. Al momento, volvió su atención, nuevamente, hacia Eladio—. Tengo la sensación de que habláis con honestidad. Sin embargo, el hombre tiende a decir sobre él aquello que pretende que otros crean que es, olvidando que son nuestros actos los que nos definen más allá de la palabra, por hermosa que sea y clara la forma en que fuese dicha o escrita. Se es tanto lo que se hace como lo que no.
Eladio guardó silencio, concediendo la razón a su enigmático interlocutor.
—El apocalipsis se acerca, por absurdo que os parezca. Y si vuestro proceder se asemeja al modo en que os definís a vos mismo os aseguro que tendréis un lugar reservado junto a mí en los sagrados escritos que precedan a tan significativo momento —continuó éste, satisfecho.
De súbito, Gelasio mandó silenciar la charla y avanzar, pues se había creado un hueco entre el que en ese momento era inscrito y el siguiente, que era precisamente quien en ese instante hablaba.
—¡No estamos aquí para demostrar cuánto sabemos! ¡Id a la mesa e inscribiros de una vez!
En cuestión de minutos, todos los nombres fueron anotados en el libro de registros de la compañía ante la atenta mirada de Lotario Negropasado, que envainó la espada una vez el escriba le informó que había cumplido con la obligación que con tanta contundencia le fuera exigida. Sus sirvientes cargaron con los muebles y, junto con él, que seguía insistiendo en mantener un porte altanero, se alejaron en dirección al campamento, donde, según decían entre protestas, tenían mucho que empacar antes de acompañar al resto del ejército.
—¡Enhorabuena! ¡Ya sois miembros de pleno derecho de Los buitres hambrientos! Ahora recibiréis cada uno una hogaza de pan y una lanza. El resto de armas, así como armaduras o escudos, habréis de ganarlas en las acciones futuras. Ningún buitre será dejado a su suerte, siempre que sea merecedor de ello, se entiende —les dijo el jefe, sin mostrar emoción alguna—. ¡Sed bienvenidos!
—¡Acompañadme! —ordenó Gelasio—. Vais a conocer vuestros primeros instrumentos de muerte, aquellos con los que escribiréis las primeras líneas de vuestro porvenir en esta compañía.
Sigfrido, al contrario de lo que pensaba, sintió emociones encontradas al oír aquellas palabras, como si algo, una fuerza invisible, le previniese de un peligro mortal que escapaba a su comprensión.
Eladio, serio, dirigía sus pensamientos hacia su esposa, a quien dudaba si volvería a ver. Deseaba hacerlo. Hablar con ella abriéndose del todo y esperando el mismo trato por su parte. Súbitamente, la imagen de aquel desconocido con quien hablase emergió desde algún oscuro rincón de su mente. Había penumbras en ese hombre que le hacían desconfiar. De hecho, no supo explicarse cómo pudo ser tan franco con él acerca de su pasado habiendo sido siempre tan reservado. “¿Qué diablos me ha pasado?”, se preguntó confuso, llegando a enfurecerse consigo mismo.
Los estridentes cuernos volvieron a sonar.

Comentarios

  1. ¡Hola Miguel Ángel!
    Qué lástima me da Sigfrido, porque con su mala puntería, pues lo tiene crudo en esa guerra que se avecina.
    Por fin ya conocemos el nombre de ese extraño hombre enclenque: Hondocalvario Almasiniestra ¡¡¡ufff qué mal rollo me da con ese apellido !!! je,je,je
    ¡Qué gusto que por fin Sigfrido pueda lucir armadura sin entrar aún en combate, gracias a esta oportunidad!
    Saludos y ¡Felices Fiestas!

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    Respuestas
    1. Un nombre poco halagüeño el de ese inquietante sujeto malencarado, sin duda alguna. Hasta miedo me da meterle mano al siguiente texto, no sea que cobre vida y deambule por nuestro mundo con esa mala baba que parece tiene. A ver cómo se las ingenian Eladio y Sigfrido para lidiar con tan sombría figura.
      ¡Gracias por leer y comentar, Estrella! ¡Un saludo! 😊

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