Ir al contenido principal

7. La noche antes de la tormenta.

Eladio, conmovido, decidió actuar de distinta forma que la mayoría acercándose al hombre herido más próximo. Junto a él se arrodilló e inclinó interesándose por su estado. Desde el lugar que ocupaba, inmóvil e incapaz de decidirse, Sigfrido los  vio conversar.
—¡Agua para este infeliz, por piedad! —gritó Lerdabondad, volviéndose hacia donde estaban Gelasio y Lotario. Tras ellos, el resto del ejército seguía marchando, aunque atendiendo con curiosidad lo que allí acontecía.
Fue Negropasado el que, con el semblante serio, se le acercara.
—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó al moribundo, un joven imberbe cuyo abdomen había sido perforado por una asta que aún sobresalía de su cuerpo.
—Gilberto Agriodestino, señor —respondió el muchacho con gran dificultad.
—Luchasteis bien y supisteis morir, Gilberto, al menos los que quedasteis aquí, sobre la hierba. Tienes mis respetos —dicho esto, Lotario desenvainó la espada y, con un rápido movimiento, atravesó con su punta la frente del yacente, haciéndole perecer en el acto ante el espanto y perplejidad de Eladio, que, tembloroso, contempló sin palabras el rostro sin vida del cadáver—. Hay que ahorrarles sufrimiento —dijo Negropasado, con acritud—. ¡Tú! —exclamó señalando a Sigfrido, único recluta que aún no se había movido del sitio—. Ven aquí y ayuda a tu amigo a desvestir a este muerto. Su cota de mallas podría irte bien. Quédatela. Luego buscad algo para él; así como va, en un campo de batalla, es lo mismo que ir en cueros.
Un terrible alarido estalló en el aire. Todos volvieron la cabeza, descubriendo a Hondocalvario ensartando su lanza repetidas veces en el cuerpo de alguien que debió sufrir mucho antes de morir.
—Ese hombre me pone los vellos de punta —murmuró Lotario—. Ve con alguien a detenerle, Gelasio, que no haga sufrir a nadie más —entonces se dirigió a los nuevos reclutas—. ¡Vamos! ¡Seguid vosotros con lo que hacéis! En cuanto la cola del ejército pase por aquí os incorporaréis a ella, ocupando el mismo lugar que cuando partimos. El botín que os ha sido ofrecido se acabará entonces. El siguiente habréis de pelearlo si lo queréis.
Sigfrido, desconcertado y temeroso, se acercó a Eladio evitando mirar a los cadavéricos ojos del desgraciado Gilberto, cuyo semblante helaba la sangre. Entre ambos desproveyeron al cuerpo de su armadura, mas debieron esforzarse en ello, pues la parte del asta que de entre las carnes emergía complicaba en extremo la operación. Finalmente,  haciendo de tripas corazón, optaron por extraerla, lo que dejó a la vista un horrible orificio por el que asomaron la sangre en abundancia y varios restos de órganos difíciles de identificar en el estado en que habían quedado.
Sigfrido suspiró hondamente antes de vestirse aquella camisola de escamas metálicas recién adquirida. Le cubría todo el torso hasta casi llegarle a las rodillas. También sus brazos, a excepción de las manos, que sobresalían de las largas mangas, quedaban protegidos, para alivio suyo. El lugar por donde penetrase la punta del arma que malhiriese a Gilberto debía ser reparado, pero sin conocimientos de herrería ni las herramientas apropiadas, además de la evidente falta de tiempo, tendría que aprender a convivir con aquella falla en su primera armadura como mercenario. Ya puestos, aunque sin pensar realmente en lo que hacía, tomó el cinto del muchacho donde iban la espada y su vaina, el yelmo que descansaba junto a él y un alargado escudo ovalado que alguien con aire de saber de lo que hablaba le dijo recibía el nombre de adarga. En conjunto, a falta de verse, estaba convencido de tener un aspecto de lo más fiero, lo que le sirvió para sentirse en el buen camino para lograr su anhelado aunque mal reflexionado sueño y apartar de su mente, no lo suficiente, la profunda amargura que le ocasionaba la dantesca escena que aquella brutal pelea había dejado tras de sí.
—¡Mírame, Eladio! ¿Saldrías corriendo de mí si me vieras llegar a por ti? —preguntó ingenuo a Lerdabondad. Éste, que no podía dejar de pensar en la frialdad con la que Lotario había acabado con Agriodestino, lo miró estremecido, comprendiendo que el muchacho procuraba mostrar normalidad cuando apenas podía contener su  desbordante estremecimiento.
—Saldría corriendo, muchacho, sin ninguna duda —dijo entristecido.
—¡Eh! ¡Aquí hay algo que te servirá, grandullón! ¡Venid ambos! —exclamó uno de los reclutas, que ya lucía su nueva indumentaria de guerra, dirigiéndose al propio Eladio y reclamando también la atención del joven compañero de éste. Pese al tono de espontaneidad con que había hablado, sus ojos no podían ocultar la sensación de terror que le producía estar allí, como si se encontrase al borde de un oscuro e insondable abismo en cuyas profundidades le aguardaban sus peores pesadillas. No estaba entero. Nadie que se considerase normal podría estarlo, rodeado de tanta muerte y desolación.
Mientras Eladio y Sigfrido se dirigían al lugar adonde fueran llamados, se cruzaron con Gelasio y otros tres veteranos, que conducían a Hondocalvario, que parecía presa de una violenta locura, lejos del campo. Los ojos de éste buscaron ávidos a Lerdabondad, que sintió los devastadores efectos de un escalofrío recorrerle el cuerpo. El hallazgo anunciado resultó ser un hombretón cuya cabeza había sido aplastada por una maza. Su presunto asesino yacía junto a él, todavía sosteniendo la supuesta arma homicida. Mostraba lo que parecía ser la inequívoca señal de un mordisco en el rostro, del que había sido arrancado un buen tajo de carne que bien podría estar mezclado con la masa sanguinolenta en la que había convertido a su supuesto objetivo y en la que, en tiempos más felices, debió haber una gran boca, con sus labios y dientes bien definidos. No había yelmo a la vista, lo que dio pie a las mentes más bromistas y con más estómago a afirmar que la testa debió ser tan voluminosa que no hallaron nada lo suficientemente grande y resistente para cubrirla como es debido. Eladio dudó, aunque, con ayuda de Sigfrido y sintiéndose obligado, desvistió al muerto para así poder vestirse con sus defensas. El momento de lidiar con la parte superior del cuerpo para extraer la armadura, otra camisola de mallas, fue particularmente desagradable, incluso más que en el caso anterior, pues no hubo forma de eludir el roce con los deformados restos que coronaban el musculoso cuello que sobresalía de entre los anchos hombros de la víctima.
Unas vez todos quedaron servidos, siguiendo las palabras de Eladio, se dispusieron a dar sepultura a los caídos, mas les fue impedida tal cosa por Lotario alegando que ellos eran buitres y que era costumbre dejar los muertos a los grandes carroñeros de quienes recibían nombre, que ya los había describiendo tétricos círculos en el cielo pese a la  tardía hora, para que así éstos recibieran la parte del botín que les correspondía. “Es una vieja costumbre de esta compañía. Ha de ser respetada”, fue lo ultimo que dijo al respecto.
Formaron en silencio de cara a los muertos, aguardando el paso del ultimo batallón para incorporarse a la columna. Ya descendían algunas de las aves cuando un jinete se acercó a Lotario, ante quien desmontó antes de hablar algo que nadie pudo oír. Éste, tras oír y pensar, respondió al emisario, que, tras despedirse sumiso, volvió a montar y regresó por donde había venido. Lotario se acerco a Gelasio, que parecía su hombre de confianza, y comentó algo que oyeron algunos polluelos, entre los que se contaban Eladio y Sigfrido.
—Fueron los hombres del duque quienes ordenaron pasar por esta estrechez entre los bosquecillos sin haber enviado antes partidas de exploración a que reconocieran el terreno por donde debía pasar la columna. Esto es lo que sucede cuando quien no sabe lo que hace actúa con el atrevimiento que otorga la soberbia. El resto de nuestros capitanes, yo incluido, hemos decidido no seguir obedeciendo las órdenes de sus incompetentes mariscales en cuanto a decisiones bélicas se refiere. El duque ha aceptado. De no haberlo hecho se habría visto luchando solo —dijo.
—Esos pusilánimes y su osadía les han costado la vida a muchos hombres innecesariamente —protestó Gelasio.
—No volverá a suceder. Ya han sido enviados varios exploradores, tanto por delante como por detrás. También a los lados. Tengo la sensación de que ese duque de Mercería anda más cerca de lo que creemos. Habrá una batalla mañana, diría yo, donde nuestra suerte será echada. El ducado de Pancorbillo verá más sangre derramada en sus dominios, y ese estúpido y engreído duque al que servimos bajo contrato, Liborio Hediondaflor, ni siquiera lo sospecha. Y si se le dice no lo cree. Pero hay algo más, Gelasio; me temo que el enemigo nos supera por bastante  en número. Ya veremos.
—Sí. Ya veremos —dijo sombrío Gelasio. Y ya no hablaron más.
Aquella conversación golpeó la mente de quienes la oyeron, que, gravemente preocupados y con la mejor intención, decidieron compartirla con el resto de integrantes del batallón, entendiéndola cada uno del modo en que le fuera contada. La noticia sufría una alteración por cada boca que pasaba, de modo que el último integrante apenas sabía qué fue lo dicho originalmente pese a creer estar en posesión de una información  de primerísima mano.
Luego de integrarse el batallón en la hueste, tras poco más de una hora caminando, fue ordenado un alto y mandado acampar para pasar la noche. La disposición del campamento se hizo siguiendo una severa organización a la que los recién llegados no estaban acostumbrados. Debieron ser indicados en todo momento sobre qué hacer y cómo hacerlo. El cansancio y el nerviosismo les llevó a actuar con innegable torpeza, aunque, finalmente, lograron establecerse donde debían. Se tumbaron y estiraron las piernas luego de encender hogueras, había multitud alrededor de las cuales se reunían pequeños grupos, generalmente aquellos que mejor se conocían, donde no faltaron historias inquietantes ni divertidas anécdotas, lo que sirvió para calmar  un tanto los ánimos. Además, todos tuvieron oportunidad de comer y beber algo, lo que sin duda agradecieron.
Eladio buscó con la mirada a Hondocalvario, que, maniatado a un árbol, pues Lotario así lo había dispuesto, parecía dormir. Su único centinela también se había dejado atrapar por los soporíferos brazos de Morfeo. Curioso, Lerdabondad se acercó al preso con cautela. El libro que custodiaba febrilmente descansaba sobre su sucia y desgastada toga, a la altura de sus rodillas, estando sus piernas medianamente estiradas. Eladio, aunque sabiéndose sin luz suficiente para poder leer, quiso echarle un vistazo. Estiró el brazo y tomó el volumen con lentitud, llevándolo cerca de sus anhelantes ojos. Hondocalvario se removió inquieto entonces, como si una repentina pesadilla azotara sus sueños. Eladio permaneció inmóvil hasta que le pareció que el cautivo volvía a recobrar la normalidad. Aguardó paciente un instante más antes de abrir el tomo. La primera página estaba en blanco. También la segunda. Tampoco halló una sola letra escrita en la tercera. Incrédulo, fue pasando todas las páginas, una a una al principio, aturrulladamente después, no encontrando más que vacío. Para sorpresa suya, aquel libro no había sido escrito ni garabateado.
—Seremos tú y yo quienes escribamos ese libro, Eladio, pero llegado el momento apropiado —dijo Hondocalvario, que, despierto, clavaba sus dementes ojos en los de Lerdabondad. Éste, visiblemente sobresaltado, dejó caer el volumen, que fue a parar a sus pies con estrépito, y se alejó de allí recriminándose haber sido tan atrevido. Hondocalvario rió malicioso mientras lo veía marcharse.
Sigfrido, que nada sabía de las andanzas de Eladio, apenas podía apartar de su mente las terribles imágenes de esa tarde, por más que no hablase de ello. Sabía que aquello le impediría dormir pese a gozar de bastante compañía, más de la que hubiese esperado esa misma mañana. Abrumado por los acontecimientos acaecidos, no caía en la cuenta de que era la primera noche que pasaba fuera de casa y que sus padres, en ese preciso momento, debían estar desesperados, por más que el único hijo que les quedase con vida no fuese ya un niño. Buscando alejar su agitación, optó por caminar entre la tropa. Se detenía toda vez que algo llamaba su atención, ya fuese una jocosa chanza, un relato, o una canción. Vio hombres que, de algún modo, se las habían arreglado para emborracharse. Otros, lejos de miradas curiosas, yacían juntos, abrazados como amantes ocasionales derrotados por una repentina pasión ya satisfecha. Turbado por tal descubrimiento, dejó que sus pasos le llevasen en otra dirección, topándose con un individuo que, sentado en el suelo, frotaba la punta de sus flechas con algún oscuro ungüento.
—¿Qué haces? —le preguntó.
El cuestionado, un veterano de mirada huidiza, alzó la cabeza visiblemente molesto por la interrupción. No obstante se mantuvo en silencio, continuando con lo que hacía.
—Acabo de terminar —dijo un instante después, contemplando el proyectil con satisfacción—. Entre esto y la caminata estoy molido. Si llevas lo que me ha sobrado a los barriles donde se almacena la basura te diré lo que hacía.
—¡Hecho! —accedió Sigfrido, encantado.
—Envenenaba mis armas. Quiero estar seguro de que aquel a quien rocen acaba desplomándose para no levantarse más, aunque puede que lo logre una última vez antes de caer para siempre.
Sigfrido quedó pensativo.
—¡Qué maldad! —exclamó asombrado.
—Supongo que sí. Anda, ve y tira ese mejunje, también el trapo con el que restregué mi armamento, que yo voy a dormir algo. Y ten cuidado, ni la toques ni te la lleves a los labios, que es muy efectivo. Tampoco la dejes tirada por ahí ni se la des a nadie, no sea que ocurra una desgracia y quieran ajustarnos las cuentas, que aquí se paga todo muy caro. Lo mejor es que lo arrojes todo donde se amontonan los desperdicios, tal como te he dicho antes, ¿me comprendes?
—Lo comprendo —contestó Sigfrido, que tomó el frasco, casi vacío, y el trapo, ambas cosas con precaución, y, preguntando a todo el que veía, se dirigió hacia uno de los lugares donde se almacenaba la basura que iba siendo recogida por los grupos dedicados a ello.
—Encontrarás los barriles de los despojos de este sector cerca del lugar donde se almacenan los toneles de vino. Allí justamente. Pero si dejas esa porquería en el suelo nadie va a protestarte —le indicó y malaconsejó el último al que cuestionase. Sigfrido, por suerte o desgracia, optó por cumplir la palabra dada al envenenador de dardos y se encaminó hacia donde le fue señalado.
Estando ya el joven junto a los toneles de los desperdicios, disponiéndose a soltar en el interior de uno de ellos lo que portaba, las voces de tres hombres que manipulaban un barril en el lugar donde se amontonaban los que contenían los preciados caldos, a escasos metros de él, atrajeron su atención. Éstos, que no paraban de hablar entre sí, hacían rodar la barrica torpemente en la dirección en que se encontraba. Cuando pasaban junto a él, que los contemplaba con curiosidad, fueron repentinamente llamados por alguien. Los hombres se detuvieron y aseguraron a quien los reclamaba estar cumpliendo órdenes directas del duque. El otro insistió alegando una urgencia ineludible que apenas les llevaría tiempo. Finalmente, tras poner en pie el barril, destaparlo y beber con descaro introduciendo las manos, la tríada de porteadores accedió a satisfacer la atención del que los llamase.
—Que nadie toque este tonel de vino, recluta, lo conducimos directamente a la tienda del duque —ordenaron a Sigfrido—. Volvemos en un momento.
Sigfrido accedió en silencio. Y allí permaneció de vigía, dudando si debía tapar aquel barril que con tanta desfachatez destapasen aquellos hombres de rudas formas, llegando incluso a profanar su valioso contenido. “Mejor será que ponga la tapa en su lugar, no sea que pase alguien y piense que estoy dándole al buche con la copa de otro”, se dijo prudente. Y eso hizo, o trató de hacer, pues la cubierta de la barrica resultó ser más pesada de lo que pensaba. Imprimió más fuerzas y logró alzarla hasta casi su lugar, mas al hacerlo todo sin haber soltado ni el trapo ni el frasco del veneno carecía de fluidez en sus movimientos. Finalmente, ya empujando la tapa para cerrar la ancha boca del barril, su peligroso cargamento cayó accidentalmente al fondo del mismo debido a una inexplicable torpeza por su parte. Sigfrido, aturdido, apenas podía creer lo que acababa de ocurrir.
—¡No! ¡No! —exclamó turbado.
De súbito, tuvo la acertada ocurrencia de deshacerse de aquel tonel y sustituirlo por otro, sin embargo, a causa de su agitación, no organizó bien el orden de los actos que debía seguir para llevar a cabo su idea, tan fácil como repetir al pie de la letra su propio pensamiento. Como resultado, en vez de  hacer desaparecer la barrica contaminada cuanto antes, fue primero al lugar de donde ésta procedía a por otra que fuese similar, lo que le llevó su tiempo. Ya elegido el tonel apropiado, se esforzó por volcarlo y hacerlo rodar, pero la falta de costumbre y la escasez de fuerzas le hizo dedicar a esa tarea un momento demasiado prolongado. Entregado a lo que hacía, no oyó las voces que sonaron  por detrás de él, a cierta distancia, ni como era arrastrado un objeto pesado, sonidos ambos que fueron perdiéndose poco a poco. Cuando estuvo de vuelta, haciendo rodar el dichoso barril con el que pretendía enmendar su error, se encontró con que el tonel de vino por él accidentalmente envenenado había desaparecido. Consternado, suponiendo que los autores de tal desaparición debían ser los mismos que le pidiesen custodiar ese mismo barril, ahora perdido, esperaba que no otros, corrió en su busca, mas no vio sino soldados de rostros desconocidos y hogueras por doquier. Quiso insistir, pero la empresa se le antojó tan grande y tan terrible el desenlace de quienes probasen ese vino que, temiendo ser señalado por alguien que pudiera reconocerle mientras las víctimas se retorcían agonizantes, resolvió volverse por donde había llegado y no hablar de aquello a nadie.
Una vez estuvo Sigfrido cerca del lugar donde descansaban los suyos, encontró a Eladio, algo bebido, junto a un veterano con el que parecía haber hecho buenas migas. Ambos ojeaban y comentaban un libro sentados en torno al fuego. Ante el interés mostrado por Sigfrido, que seguía buscando distraer sus pensamientos, hicieron sitio a éste, que creía en principio estar frente al misterioso tomo que con tanto celo portaba Hondocalvario.
—¡Bienvenido! Mi nombre es Osvaldo Matonafable. Tu amigo y yo conversamos sobre este libro autoría de Dogo Matapies: “Folklore y miedos de Tierracualquiera”, en el que el escritor pone en entredicho la veracidad de todas las criaturas mitológicas de este mundo, aun los dioses —se presentó el veterano, mostrando a Sigfrido algunas páginas del libro, en las que aparecían, junto a una extensa descripción, grabados de brujas, vampiros y otros siniestro seres.
—Según Dogo Matapies, esas criaturas cobraron vida en nuestra imaginación, la del ser humano en general, gracias al estímulo que en ella provocó el miedo a lo desconocido. El hombre de antaño, al igual que el de ahora, necesitaba respuestas. Al no hallarlas por carecer de conocimiento, las creó usando razonamientos fantásticos alejados de toda realidad. La lectura es muy interesante y sumamente reveladora. Un libro prohibido en algunos reinos, según he oído —comentó Eladio—. El propio autor se halla en paradero desconocido por miedo a ser arrestado acusado de herejía.
Sigfrido, cuya enseñanza le hacía creer firmemente en la existencia de un dios y otros seres, en absoluto compartía los razonamientos de aquel soldado ni de Eladio, mucho menos las para él incautas reflexiones de ese tal Dogo Matapies. Incómodo, evitando discutir, guardó silencio y se disculpó alegando cansancio, lo cual no dejaba de ser cierto al menos en parte. Pensativo, se retiró unos metros y se echó a dormir. Lo último que recordó haber escuchado antes de caer presa del sueño fue en boca de dos extraños que, al pasar, aseguraban hallarse acampados, el ejército al completo, en Los Campos de Algúnlugar, y que el grueso de la hueste enemiga se encontraba realmente más cerca de lo que se pensaba.

—De hecho, los capitanes discuten ahora mismo la estrategia a seguir en la misma tienda del duque, aunque sólo para mantener las apariencias, ya que serán nuestros más altos oficiales quienes decidan qué hacer. No se repetirá lo de esta tarde, no si puede evitarse —dijo uno de ellos cuando Sigfrido, ya dormido, no podía escucharle.

Comentarios

Entradas populares de este blog

8. ¡A las armas!

Sobresaltado por unas repentinas voces, Eladio abrió los ojos encontrándose bajo un cielo repleto de tristes nubes grisáceas que no inspiraban al ánimo. Estaba tumbado de espaldas sobre el irregular suelo del monte, rodeado de otros que, como él, acabaron cayendo rendidos al cansancio pese a la inquietud que les agitaba. Aturdido, se desperezó y buscó permanecer sentado, encontrando con la mirada cómo a no demasiada distancia tres hombres maniatados y cabizbajos eran conducidos por una dotación de lanceros hacia un espacio abierto donde fueron erigidos tres elevados postes. Un nutrido grupo de curiosos seguía a la comitiva sin la menor discreción. No sabiendo hallar una explicación a tal hecho, decidió preguntar a un espadachín que, junto a él pero ya en pie de hacía rato, seguía la escena con, al parecer, mayor idea por llevar despierto más tiempo. —¿Qué sucede? ¿Sabes tú algo? —preguntó. El hombre se volvió a descubrir la identidad de quien le cuestionaba antes de satisfacer la

2. Una inesperada compañía.

Pese a la incertidumbre y el desánimo en los que se sumiera a causa de su nefasta experiencia, Sigfrido fue cobrando nuevos bríos según se iba acercando el momento por él señalado. Había llegado a barajar, entre sueño y sueño, olvidar sus ansias de aventuras y tratar de centrarse en la realidad que le había tocado vivir, para lamento suyo, pero sus razonamientos, quizás por la sensación de seguridad que le brindaba el hallarse en casa, habían ido variando hasta llegar a concluir que no debía darse por vencido, pues algo debía costar la fama para que fuesen tan pocos quienes la acariciasen. Así, convencido de ser capaz de afrontar de día lo que fuera incapaz durante la noche, el joven, intuyendo que pronto asomaría el sol en el siempre lejano horizonte, se incorporó con lentitud y se dispuso a marcharse nuevamente. Tomó el fardo con decisión. Y tentado estuvo de apoderarse nuevamente del candil, mas teniendo una deuda consigo mismo decidió prescindir de él y enfrentarse a las bravas a

4. ¡Presos!

Sintiendo en sus espaldas la perturbadora caricia de dos espadas, una para cada uno, caminaron Eladio y Sigfrido soportando las malintencionadas puyas de sus desconocidos captores. Al parecer, aquellos hombres ataviados con sucias cotas de mallas, que tocaban sus cabezas con sendos yelmos, ambas cosas con signos evidentes de haber sido usadas en más de una ocasión, habían decidido hacer un alto al otro lado de los matorrales que brotaban junto al solitario cedro que ellos, momentos más tarde, casualidades de la vida, usasen como rudo respaldo creyendo ingenuamente estar lejos de miradas extrañas cuando en realidad, con su charla, se comportaban como un par de ovejas lerdas que, sin saberlo, habían resuelto balar junto a la guarida de un lobo hambriento. La lanza de Eladio, claro está, se encontraba en poder de uno de aquellos individuos de miradas endurecidas, el mismo que les hablase al sorprenderlos. El otro cargaba con el viejo fardo de Sigfrido. —Ahora os llevaremos a un lugar d