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8. ¡A las armas!

Sobresaltado por unas repentinas voces, Eladio abrió los ojos encontrándose bajo un cielo repleto de tristes nubes grisáceas que no inspiraban al ánimo. Estaba tumbado de espaldas sobre el irregular suelo del monte, rodeado de otros que, como él, acabaron cayendo rendidos al cansancio pese a la inquietud que les agitaba. Aturdido, se desperezó y buscó permanecer sentado, encontrando con la mirada cómo a no demasiada distancia tres hombres maniatados y cabizbajos eran conducidos por una dotación de lanceros hacia un espacio abierto donde fueron erigidos tres elevados postes. Un nutrido grupo de curiosos seguía a la comitiva sin la menor discreción. No sabiendo hallar una explicación a tal hecho, decidió preguntar a un espadachín que, junto a él pero ya en pie de hacía rato, seguía la escena con, al parecer, mayor idea por llevar despierto más tiempo.
—¿Qué sucede? ¿Sabes tú algo? —preguntó.
El hombre se volvió a descubrir la identidad de quien le cuestionaba antes de satisfacer la consulta.
—El desastre se cierne sobre nosotros —comenzó lamentándose—. Alguien, seguramente obedeciendo órdenes del enemigo, se las arregló para envenenar la bebida de los hombres de confianza del duque y de los capitanes de la compañía cuando éstos trazaban los planes a seguir. Sólo Lotario, siempre haciendo vida junto a la tropa, sigue con vida. Los tres que ves han sido arrestados siguiendo instrucciones suyas: dos por no custodiar como debieran las barricas cuya seguridad les fue confiada y el tercero por disponer de ellos a sabiendas de que la tarea de acarrear hacia la tienda de mando el barril que le fuera encargado debía hacerla por sus propios medios o reclamando la ayuda de cualquier otro que no estuviese ocupado en menesteres mayores. Ninguno atendió a su deber como se esperaba y serán castigados por ello. Probablemente los cuelguen tras un acelerado juicio.
—¿Y no se les escuchará siquiera? Debería dejárseles defenderse, que alguna alegación tendrán, supongo —razonó Eladio.
—Hay quien dice que aseguran haberle dado el testigo de la custodia a un recluta, que apenas tardaron unos minutos en estar de vuelta de atender la reclamación de un conocido de ellos, y que aquel hombre, el recluta, ya no estaba para entonces donde lo dejaron. Insisten en que debería ser él el juzgado en vez de ellos o, al menos, acompañarles en su suplicio. Se ha buscado al conocido por todas partes, pero éste debe ser alguien avispado y, por si las moscas,  decidiría desertar en cuanto supo de la desgracia ocurrida en la tienda de mando, pues no se le ve por ninguna parte.
—¿Y cómo saben que fue el vino envenenado la causa de la muerte y no otra cosa?
—Encontraron un frasco de ungüento venenoso y un trapo impregnado de la misma sustancia en el fondo del tonel que había en el lugar donde yacían los muertos junto a sus copas derramadas. Se cree que debieron arrebatárselo a alguno de los arqueros que untan las puntas de sus flechas con ponzoña antes de obrar tal maldad. Dicen que Lotario ha llegado a barajar la posibilidad de tomar al azar a uno de esos arrojadardos y ajusticiarlo junto a esos tres como medida ejemplarizante, mas ha desestimado la opción por no considerarla justa con el desgraciado que hubiese de pagar las consecuencias.
En el tiempo que todo aquello fue dicho, los hombres a quienes se hacía mención eran colgados de los postes a los que habían sido conducidos entre gritos de desesperación y súplicas de una clemencia que no les fue concedida. Así, acabaron penosamente sus vidas pendiendo de una soga que les apretó el cuello con devastadora crueldad ante la aterrada mirada de un público que, en su mayoría, era incapaz de ocultar su horror, que asomaba desde el silencio con el que , espantado, contemplaba la inmisericorde ejecución. Otros, los que por sus actos y oscuro parecer menos relación guardaban con la humanidad y la hermosa idea de lo que esta debiera ser, no siendo en definitiva más de lo que es pese a quien pese, sin que deba obviarse lo bueno por así considerarse, jalearon festivos el cruento castigo.
—Pues parece que esos tres ya venían más que ajusticiados —observó deprimido el espadachín.
A escasos metros de donde tenía lugar la conversación, Sigfrido, que para entonces ya estaba despierto pese a emular seguir siendo un durmiente, quedó espantado por cuanto escuchaba. Apenas podía reunir un mínimo de valor para incorporarse, aunque sólo fuese a medias, en parte por temor a no ser capaz de ocultar la culpabilidad que entendía le correspondía en aquella cuestión y levantar todo tipo de sospechas al respecto —una idea a todas luces, las que le faltaban en ocasiones, disparatada—, en parte por no querer pasar por el mal trago de ver a esos pobres desgraciados, presas del descuido y el infortunio, colgados de una soga. El súbito estallido de un cuerno de guerra sonando a lo lejos alejó de su mente aquellos temores, sólo para dar paso a una situación que le haría conocer muy de cerca otro mucho mayor, como descubriría con desagrado en breve, muy a su pesar.
Como muchos otros que yacían en el suelo, aunque no todos durmieran, Sigfrido se puso en pie con cierto alarmismo y miró al horizonte. Mucho antes de llegar a aquella línea en la que tierra y cielo pugnan por ser uno mismo, le pareció divisar a alguien que, desde una loma, agitaba vivamente una bandera de vivos colores, la del duque a quien aquella tropa servía. Diría que el individuo se comportaba de un modo sumamente alterado. No tardó en tomar cuanto tenia a sus pies y, junto con quienes había a su lado, partir a toda prisa hacia el campamento, donde ya nadie dormía y los más veteranos corrían hacia todas partes armados hasta los dientes.
—¡A las armas! —gritó alguien, Gelasio, que tan bien conociera su profesión—. ¡Vamos! ¡No os quedéis pasmados! ¡A las armas! ¡A las armas! ¡Todos a sus batallones! ¡Los reclutas que formen en torno a mí! Seremos parte de la reserva. Y que el destino nos sea propicio. ¡Formad presto! ¡A las armas, gandules!
Los cuernos sonaron desde todas partes llamando a la batalla. Eladio y Sigfrido cruzaron la mirada, ambos confusos, el primero con un miedo en los ojos como nunca antes percibiera en nadie el segundo, ni siquiera en sí mismo. Había otros sentimientos en aquella mirada, profundos y desgarradores, que aún él, tan joven y ausente de la realidad, era incapaz de imaginar siquiera. Uno de los soldados que siempre acompañaban a Gelasio tomó de la solapa a Eladio y le instó entre gritos a empuñar las armas cuanto antes. Éste reaccionó aturdido, como si la voluntad le hubiese abandonado repentinamente. Sigfrido, que no quería ser reprendido, se armó lo mejor que pudo y fue a su encuentro, ayudándole a organizarse y a servirle de guía, por así decirlo, para encontrar su puesto en la formación a la que los reclutas, presas del desasosiego en su mayoría, trataban de dar forma siguiendo las instrucciones que a voz en grito les eran dadas. Ante ellos, los veteranos se organizaban en sus distintos batallones, cada uno con sus propios estandartes y banderas, en orden de batalla, conformando la que sería la línea de combate a la que ellos,  dispuestos en retaguardia y según les iba diciendo Gelasio, habrían de asistir siempre que fuese necesario. No eran la única fuerza de refresco; dos batallones más, repletos de bravos y fieros soldados de rostros curtidos, aguardarían   su momento junto a ellos, aunque con una actitud muy distinta pese a que todos, indistintamente, tenían miedo de lo que pudiera acontecerles en la contienda.
En pocos minutos, el campamento, donde sólo hubiera montada una tienda, la de mando, plagado de restos de hogueras y un sinfín de desperdicios, quedó prácticamente vacío, estando la gran mayoría de sus integrantes dispuestos para la lid a no más de un centenar de metros en dirección Norte, de donde suponían habría de llegarles el enemigo, como así confirmaron al llegar a la hueste los hombres que, desde la loma en la que ejercieran de vigías, hicieran sonar su cuerno de guerra y agitasen la bandera en señal de advertencia antes de abandonar la posición, tal como indicaban las instrucciones que les fueran dadas en su momento.
Se ordenó silencio y no perder de vista ninguno de los flancos, custodiados por la caballería del propio duque. La quietud dejó oír el estruendo de una multitud que, en supuesto orden, se aproximaba desde la lejanía. Incluso podían oírse las voces de algunos oficiales enemigos ordenando esto o aquello durante el avance. Lotario Negropasado,  último capitán con vida de Los Buitres Hambrientos, sabiéndose el único capaz de imponer disciplina, se adelantó a sus hombres y fue recorriendo el ancho de la línea de batalla al tiempo que les dedicaba un discurso que trataba de encumbrar los ánimos de todos y cuyas palabras no llegaron a oídos de ninguno de los componentes de la retaguardia.
—Desde aquí no se oye la voz de nuestro capitán. ¡Pero no desesperéis!, que seré yo quien os diga qué hacer en todo momento. Si obedecéis al instante puede que salvéis la vida un minuto más —dijo Gelasio—. Cuando diga que alcéis los escudos, los alzáis. Si os pido lanzas en posición de combate, así mismo os dispondréis. Y manteneos juntos en todo momento. ¡No os separéis!
Eladio, junto a Sigfrido, temblaba.
—Caro me va a salir haberte acompañado ayer, muchacho —se lamentó agriamente, con voz trémula—. Si pierdo la vida no podré ver a mi mujer, y si salgo vivo de esta y logro por fin verla habrá sido porque maté y no fui muerto, con lo que mi conciencia cargará con un peso que podría hacerme ir a la deriva el resto de mi vida. Claro que también podría acabar lisiado. No volvería a casa entonces, que no quisiera yo que se sintiera ella culpable de mi desgracia al verme siendo yo el único responsable, aunque no saber qué fue de mí le haría vivir en la incertidumbre, que tampoco es buena cosa. Le escribiría si me quedase alguna mano y le hablaría para que quedase tranquila mientras yo mendigo la piedad de otros hasta que la pena me haga enfermar y la muerte me lleve, supongo.
—También podrías escribir cuanto aquí veas y ganar fama, que labia y pensamiento no parece que te falten, mas no sé si sabes empuñar la pluma con finura como para merecer ser leído por quienes de ello gustan, que de esos menesteres algo sé —dijo quien tenía al otro lado y que de nada conocía, un hombre de letras sin éxito también capturado el día anterior, y al que, todo sea dicho, tampoco se veía muy entero ante la perspectiva de verse en breve batiéndose el cobre si un milagro no lo remediaba.
—En esta hora más me valdría que fuese del revés, pero debo admitir que agarro mejor la pluma que la espada o la lanza, aunque reconozco estar muy lejos de ser un maestro de las letras, ni siquiera un mal aprendiz, salvo que opine quien nada leyó antes sabiendo leer, que son pocos los que conocen tal arte, que por gran literato podría tomarme dada su ignorancia en esas cuestiones, si es que me explico y se me entiende.
De súbito, multitud de voces se alzaron por delante proferidas por aquellos que venían de frente y que, estando en retaguardia, ni Eladio ni Sigfrido pudieron ver. Las exclamaciones que de la vanguardia les llegaban, en ocasiones en bocas de otros, hacían referencia a un nutrido ejército que se aproximaba con clara actitud beligerante, como era de esperar. Alguien de entre los que formaban en las posiciones más avanzadas lanzó un desafiante grito de guerra que no tardó en ser correspondido por quienes tenía al lado. La reacción no tardó en ser acogida por el resto del ejército, que se sumó animoso a aquel alarido. Finalmente, lo que uno empezara fue acabado por todos, armándose tal estruendo que parecía que aun la tierra temblaba.
—¡Gritad también vosotros, Polluelos! ¡Gritad! ¡Dejad que la voluntad gane en brío! ¡Gritad con todas vuestras fuerzas! ¡Gritad, por lo que más queráis u odiéis! ¡Gritad! —les animó Gelasio, que pronto predicó con el ejemplo a riesgo de quebrársele la garganta pero logrando así arrastrar consigo a los más exaltados, que, a su vez, sirvieron de trampolín a los más prudentes. Aun Eladio, siendo quien menos quería estar allí, prestó su voz en aquel dantesco coro que auguraba muerte y desolación.
Tres veces sonaron los cuernos al poco. Y el silencio fue acallando el  ensordecedor griterío en las filas más avanzadas. Hubo apresuradas órdenes que apenas podían ser entendidas desde la retaguardia, que también dejaba ya el vocerío. Los hombres de primera línea, así como los de segunda y tercera, iniciaron un rápido movimiento que originó un ruido que a Gelasio, hasta ese momento un tanto confundido, le resultó familiar.
—¡Alzad los escudos! ¡Alzadlos ya! —mandó en el acto el bravo veterano de gruesa cintura, que ya hacía lo propio con su rodela.
La ejecución de la orden, tratándose de hombres atemorizados sin ninguna experiencia ni adiestramiento en el arte de la guerra, degeneró en un devastador rosario de escudos de diversa índole que, con más voluntad que esmero, eran subidos sobre las cabezas de quienes los embrazaban, nada que ver con la perfecta sincronización mostrada por el resto de batallones, siendo mucho más avezados sus componentes.
—¡Procurad que no haya huecos por donde pueda entrar nada desde arriba! ¡Y que nadie baje su escudo hasta que yo lo ordene! —gritó de nuevo Gelasio.
Los hombres procuraban corregir sus posiciones y cubrir las goteras de aquel improvisado techo que habría de protegerles, o eso esperaban, de una terrible lluvia que a punto estaba de venírseles encima.
—¿Qué crees que va a suceder? —preguntó inocentemente Sigfrido a Eladio. Éste lo miró confuso, desconociendo la suerte que, en ese mismo instante, recorría el cielo, oscureciéndolo momentáneamente, al malintencionado encuentro del ejército del que ambos formaban parte.
Desde el deshabitado campamento, en una de las zonas más altas de la elevación en torno a la que éste fuera montado, tomando el resto gran parte de una extensa llanura, Hondocalvario, aún maniatado al árbol y custodiado por un par de silenciosos centinelas, contemplaba desquiciado el despliegue que ante sí hacían ambas fuerzas, al menos lo que alcanzaba a ver. Debía estar allí él también, se decía enfurecido, mas no defendiendo la causa del ya fallecido duque Liborio Hediondaflor, sino la única que verdaderamente era digna del más grande de los sacrificios: la vida y la misma ánima, con las que de buen grado estaba dispuesto a pagar si con ello ocasionaba el por él tan ansiado apocalipsis que, una vez hubiese servido de castigo para hombres y mujeres, aun niños, restablecería con el puñado de supervivientes restantes, los elegidos, la fe, ya bastante menguada, que una vez sirviera para que todo fuese mejor en un tiempo ya pasado, según contaban las sagradas escrituras, que no habrían de mentir. “No hay fin que no propicie un nuevo principio”, murmuró para sí mientras sus manos abrían el misterioso libro de páginas en blanco, en las cuales clavó sus enfermizos ojos. No podría escribirlo sin Eladio. Sólo él le servía. Debía ser él, estaba seguro. Una súbita duda ensombreció su ánimo. ¿Qué ocurriría si cometía un error? No podía desbarrar en su elección. Qué terrible resultaría todo de suceder tal catástrofe, razonó fugazmente. Un pensamiento le hizo recomponerse. “No. No me equivoco con Eladio”, se dijo seguro de sí mismo. “No puedo equivocarme. El gran poder no lo permitiría”. Sin embargo, nada de lo que pretendía llevar a cabo podría ser hecho cautivo como estaba. Hondocalvario, poniendo todas sus esperanzas en la voluntad de dios, se abandonó a una febril oración en la que imploraba un cambio en las tornas que le permitiera convertirse en el arma ejecutora de los designios del cielo tal como él los sentía.

De súbito, un trueno estalló sobre las cabezas de los estremecidos hombres que se disponían para la lucha. Y las grises nubes que teñían las alturas rompieron a llover pesadamente sobre Los Campos de Algúnlugar, donde todos, sin excepción, se sintieron sobrecogidos.

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