Ir al contenido principal

1. Un apresurado regreso.

Desde que a oídos de Sigfrido Valorquebrado de Pocascasas llegase el rumor de una guerra en ciernes, no hizo éste más que dar vueltas secretamente a la idea de alistarse y tomar parte en ella. Poco sabía de belicismos y sus secuelas, sólo lo que trovadores y juglares narraban en sus canciones. Y éstos, buscando ganar la atención de un público por lo general analfabeto y castigado por los golpes de una vida no demasiado amable, contaban hazañas tan imposibles como lo eran los héroes que las protagonizaban, evitando mencionar la ruina y la desolación que un acontecimiento tan abominable deja a su paso, pues no era más que ilusión lo que pretendían sembrar en aquellas pobres almas, sabedores de que un corazón alegre se desprende de su dinero con más ligereza que uno abatido por la amargura. De ese modo, idealizando las batallas como lugares donde únicamente había cabida para el valor y la gallardía, Sigfrido, joven hijo de humildes campesinos que ya no era lo que se dice un niño, vio en aquellas habladurías sobre confrontaciones venideras la oportunidad de abandonar su triste existencia de labriego y convertirse en un célebre guerrero.
Tras días de reflexiones generadas en una mente más insensata e inexperta que lógica y prudente, lo que conllevó un notable descenso en su ya de por sí escasa implicación con las labores de la tierra, el joven, viendo que los rumores ganaban en credibilidad, concluyó abandonar el hogar sin mediar palabra, cosa que haría durante la noche. Apenas cenó, lo que extrañó a su madre, siempre tan atenta a los detalles. Su padre en cambio comió ávidamente, como era su costumbre. El hogar, tan humilde como la familia que acogía, tan sólo constaba de una única estancia donde era hecha la vida en su interior. Sus progenitores se echaron a dormir sobre el montón de paja más grande, amontonada en un lado. Sigfrido se tumbó en el que se agolpaba justo enfrente. La mesa donde fue celebrada la frugal cena, rodeada por cuatro rudos taburetes, quedaba en medio, otorgando así un mínimo de intimidad al matrimonio, que no hacía vida de alcoba estando su hijo presente por expreso deseo de la mujer, pudorosa y de buenas formas pese a su posición social. Sigfrido los oyó susurrar, aunque no alcanzó a entender qué decían.
Por último, antes de que su madre apagase el quinqué, el muchacho clavó sus ojos en el taburete que nadie ocupaba desde hacía seis años, cuando su hermano menor muriera a consecuencia de unas altas fiebres durante la gran plaga que por entonces asolara la región. Pensó en él con tristeza. Aún recordaba su rostro con claridad. Procuraba no mencionarlo ante sus padres, pues éstos se entristecían profundamente al hablar de él. ¿Qué habría dicho de seguir vivo y conocer sus planes? Probablemente le habría acompañado. Aunque, conociéndolo, siempre tan recto y bien hecho, se habría negado a marcharse sin despedirse.
De súbito, la luz se extinguió, quedando todo en tinieblas. Las voces de sus padres se fueron apagando hasta ser sustituidas por unas respiraciones cada vez más lentas y pesadas. Sigfrido aguardó inmóvil hasta que, pasado un buen rato, le pareció que sus padres se hallaban sumidos en un profundo sueño. Fue entonces que, sigiloso, comenzó a moverse. Lo primero que hizo fue hacerse con el quinqué, el cual encendió a duras penas con ayuda de uno de los pocos fósforos que quedaban en casa. Después tomó un viejo fardo y se encaminó hacia la pequeña despensa, que fue vaciando de todo lo que almacenaba, no siendo mucho, y que fue echando en el interior del saco, cuya boca anudó una vez hubo acabado. Avergonzado de sí mismo, aunque no todo lo que debiera, se prometió devolver con creces lo que consigo se llevaba a escondidas, en un mejor futuro, tal vez, haciendo que sus padres se enorgullecieran al verle convertido en alguien importante, o eso esperaba. Todo le sería perdonado entonces, suponía.
Se acercó a la puerta con cautela. Justo antes de abrirla se volvió para mirar a sus padres, que adoptaban una pose muy poco apropiada para ser la última imagen que su hijo pretendía llevarse de ellos, estando la madre  tumbada de espaldas y con las piernas abiertas y el padre con una mano en uno de los muslos de ella, la otra en su propia entrepierna, dejando a Sigfrido un tanto abochornado y confuso. Al fin, siempre con cuidado de no hacer ruido, retiró la tabla que bloqueaba la puerta desde dentro y salió de casa. Tras cerrar, se giró y miró hacia la inmensidad de la noche, sintiéndose empequeñecido de inmediato. Necesitó de un prolongado momento para reunir valor y dar el primer paso entre las sombras, cosa que hizo con el corazón encogido. Tembloroso, alzó el farolillo con la diestra al tiempo que caminaba, aunque no estirando el brazo, sino que encogiéndolo, como si la opacidad, o algo, una monstruosidad que en ella pudiera ocultarse, pretendiera cercenarle la extremidad o aferrarla y, tirando de ella, pudiese arrastrarle hasta un abismo donde otorgarle un horrible y agónico fin.
Al estar su hogar a las afueras de la aldea a la que pertenecía y su camino lo llevase hacia el Norte, en la dirección opuesta, alejándolo de la única vida que conocía, fue tomando conciencia Sigfrido de su soledad con una amargura que a duras penas soportaba; cómo no sentirse así lidiando con la negrura en la que se movía y el sepulcral silencio tan propio de aquella hora, tan sólo roto por el sonido de sus inquietas pisadas y el cantar de algún solitario grillo. Su pulso se iba acelerando conforme más se alejaba. Su respiración ganaba en agitación. Y su arrojo, sujeto a la firmeza de su voluntad, fue disminuyendo según se oscurecían sus pensamientos.
De súbito, un ruido sordo le llevó al sobresalto. Casi al instante algo le golpeó en la parte baja de la pierna, cerca del tobillo, y el joven aventurero no pudo evitar que un grito ahogado brotase de sus trémulos labios. Para alivio suyo, en un fugaz e inquietante vistazo pudo distinguir un mendrugo de pan que, aún vibrando, se asentaba en el suelo, junto a una piedra no más grande que la mitad de su mano. Dejó escapar entonces un suspiro al que siguió una sentida maldición antes de cuestionarse sobre el lugar de donde habría podido salir aquel puñetero chusco, lo que le condujo a inspeccionar el fardo que cargaba. En su fondo encontró un orificio por el que podía introducir el puño y el resto del brazo sin el menor problema. Tomó el panecillo con la celeridad propia de quien es presa de los nervios y lo dejó caer en el viejo saco, cuyo interior ojeó intentando adivinar si habrían caído al suelo otros alimentos antes que aquél. De poco le servía mirar en esas condiciones tan poco favorables, por más que arrimase el quinqué, así que sopesó el costal, aunque sin sacar nada en claro. Decidió entonces que lo mejor sería agarrarlo del revés, dejando la abertura anudada hacia abajo y el roto hacía arriba y, sin pensar, o pensándolo muy bien, regresó sobre sus pasos sin perder detalle del suelo e ignorando adrede los oscuros alrededores, convencido para sus adentros de que, en caso de haber algo oculto entre las sombras, dudaría de los beneficios de atacar a alguien que desprecia el peligro del modo en que él daba muestras de hacerlo. Sin embargo, pese a aparentar entereza, la realidad era que Sigfrido, aterrado, atendía más a las tinieblas entre las que se movía que al propio suelo que inspeccionaba con más recelo que interés.
Sus pasos fueron precipitándose, llegando a entorpecerse en su caminar. Sus pies, impulsados por el miedo, parecían más que dispuestos a volar, pero eran obligados a caminar en un vano esfuerzo por mantener las apariencias, de las que el muchacho era esclavo sin saberlo. Llegado un momento, el joven fue incapaz de seguir sosteniendo su interpretación y echó a correr en dirección a la casa, dejando escapar algún que otro gemido de desesperación. Finalmente, se encontró ante la puerta del hogar, deteniéndose sin aliento a unos centímetros de ella. “Lo más sensato sería salir antes del alba”, se dijo. “Además, he dejado a mis pobres padres con la puerta desbloqueada. Cualquiera podría entrar y darles un susto de muerte”. Fue esta una reflexión que le ayudó a no sentirse como un cobarde y sí como alguien responsable. Y, aunque el razonamiento era lógico y cierto en buena parte, contenía también mucho de engaño, necesario para sentir que su reacción no le hacía disminuir de talla, algo que a todos nos incumbe de un modo u otro.
Con todo el cuidado que pudo, lo que resultó harto difícil dado su estado de nerviosismo, Sigfrido abrió la puerta y entró en la casa sintiendo gran alivio. Acto seguido, bloqueó la entrada con la tabla que al salir dejase apoyada contra la pared. Después dejó caer el fardo descuidadamente, lo que produjo un inesperado ruido que le hizo permanecer en vilo un instante.
—¿Eres tú, Sigfrido, hijo? ¿Qué haces ahí? ¿Y a qué se debe que esté encendido el quinqué? —preguntó su madre somnolienta.
—Soy yo, madre. Salí a hacer de cuerpo —respondió—. Anda, vuelve a dormirte.
—Pareces inquieto. ¿Está todo bien?
Sigfrido se vio súbitamente tentado de serle franco a su madre. Había tantas cosas de las que hubiese querido hablar pese a haberlas guardado para sí a lo largo de tantos años.
—Todo bien. Es sólo que tuve una pesadilla —mintió tras un momento de silencio.
—Apaga la luz cuando te eches, hijo.
—Sí, madre.
La mujer volvió a acurrucarse junto a su marido. No tardó en volver a conciliar el sueño. Sigfrido, en cambio, extinguió la llama del candil y tomó asiento en el suelo junto a la puerta sin apartar los ojos del lugar que ocupaban sus padres, ahora envuelto por las sombras.
“¿De veras quieres marcharte?”, se dijo a sí mismo, aunque con el tono de voz de su hermano, que, involuntariamente, empleaba en ocasiones. “¿Les dejarás solos?”.
La duda pareció instalarse en su cabeza.

El tiempo pasó. Y el muchacho, aunque quiso resistirse al sueño por si acababa resolviendo salir antes del amanecer, acabó dando alguna que otra cabezada. De haber permanecido despierto en una de ellas habría sentido las pisadas de alguien que, pensando en sus cosas, andaba no muy lejos de allí, ignorando que, en breve, se llevaría una desagradable sorpresa.

Comentarios

  1. Sigfrido quizás, como a muchos, el pensamiento de que puede ser alguien mejor le calma pero cuando no encuentra los medios, cae en debilidad. Encuentro que es una mente atormentada. Por la época, ciertas cosas parecen muy normales pero es un tanto inquietante (para mi) que un menos sea presente de ciertos actos de amor. Aunque cuando se hace con naturalidad todo queda en normalidad. ¿Y la voz de su hermano? suscita más preguntas pero me gustaría saber más de este relato que por lo visto es una novela ¿no?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Keren. Sí, trato de hacerlo novela, que no es poca cosa. Aunque la temática es fantástico medieval, intento mostrar un ambiente lo más parecido posible a lo que hoy día se sabe de la alta Edad Media en Europa, donde tan difícil vida tenía el campesinado, de ahí el reducido espacio del hogar y la carencia de intimidad.
      Poco a poco iré añadiendo nuevos capítulos donde, quizás, puedan hallarse respuestas a ciertas preguntas y, a su vez, surgan nuevas cuestiones que requieran otras contestaciones.
      Muchas gracias por leer y dejar el comentario.

      Eliminar
  2. Hola Miguel, qué alegría tu regreso y sobre todo un regreso muy especial pues haces honor a Sigfrido que bien merecido lo tiene pues después de tantas aventuras no podía marcharse así nomas porque si...Felicidades y como siempre te sigo leyendo...Abracitos....!!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola, María! Un gusto leerte de nuevo.
      Aquí estamos, decidido a darle a Sigfrido una historia donde pueda ofrecer una parte más humana, pese a la temática fantástica. Me insistió, eso sí, en que no renunciase a esos golpes de humor. Y yo, que le escucho tanto a él como al resto de personajes, trataré de contentarles.
      ¡Abrazos desde España, María!

      Eliminar
  3. Buen inicio para la historia, Miguel Ángel. A pesar de lo "desastroso" de Sigfrido, no puedo evitar sentir cierto cariño por él. Creo que su problema es que su propia imagen de sí mismo siempre es equivocada. Debe ser duro no parecerte a lo que deseas y pretendes ser.

    Veremos en qué nuevas aventuras se sumerge, pero conociéndote, seguro que divertidas y desbordantes de acción.

    Ha sido un placer volver a saber de este personaje tan carismático :))

    ¡Un abrazo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Éste Sigfrido es peculiar, sí. A ver cómo le va ahora en estas profundas galeradas de sus singulares desventuras. Habrá, por supuesto, humor. Qué seríamos sin el humor.
      Muchas gracias por los ánimos.

      Eliminar
  4. Saludos, Miguel Ángel.
    Soy muy nueva por estos lares, por lo que no puedo decir que me alegra tu regreso, porque no sabía que marchaste. Pero sí, puedo decir que me alegro de haber leído "El apresurado regreso" de Sigfrido. Me ha gustado, aunque ¿debe un párvulo valorar a un maestro?
    Tu protagonista tiene mucho de cada uno de nosotros. ¿Quién no tiene fantasías que ha de soltar para ocuparse de sus responsabilidades? o visto de otra manera ¿quién no no ha perdido oportunidades a causa de sus miedos? No importa en la época que ubiques a los personajes, sus emociones, sus sentimientos, sus posibles pensamientos y reflexiones siempre nos tocarán de cerca. Te seguiré leyendo. Gracias!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola, Ana! Gracias por el piropo, aunque debo decir que de nada soy maestro, sino que soy un eterno aprendiz al que le resta mucho que aprender de todos, pues todos servimos alguna vez de buen ejemplo a alguien. Claro, también hay malos ejemplos. Es un tema complejo ese, por sencillo que parezca.
      Como dices, Sigfrido es, en efecto, un ser humano normal, con sus deseos, sus miedos y el largo etcétera que viene detrás. En su caso, pese a que la historia se desarrollla en ambiente fantástico medieval, se trata de alguien que se sumerge, pese a todo, en una búsqueda que le ayude a lograr materializar sus sueños sin saber muy bien quién o qué es en realidad. Quizás lo descubra, quizás no, en el desarrollo de la narracion.
      Sé bienvenida a este rincón siempre que gustes visitarlo.
      Muy agradecido por tu lectura y tu comentario.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

2. Una inesperada compañía.

Pese a la incertidumbre y el desánimo en los que se sumiera a causa de su nefasta experiencia, Sigfrido fue cobrando nuevos bríos según se iba acercando el momento por él señalado. Había llegado a barajar, entre sueño y sueño, olvidar sus ansias de aventuras y tratar de centrarse en la realidad que le había tocado vivir, para lamento suyo, pero sus razonamientos, quizás por la sensación de seguridad que le brindaba el hallarse en casa, habían ido variando hasta llegar a concluir que no debía darse por vencido, pues algo debía costar la fama para que fuesen tan pocos quienes la acariciasen. Así, convencido de ser capaz de afrontar de día lo que fuera incapaz durante la noche, el joven, intuyendo que pronto asomaría el sol en el siempre lejano horizonte, se incorporó con lentitud y se dispuso a marcharse nuevamente. Tomó el fardo con decisión. Y tentado estuvo de apoderarse nuevamente del candil, mas teniendo una deuda consigo mismo decidió prescindir de él y enfrentarse a las bravas a ...

4. ¡Presos!

Sintiendo en sus espaldas la perturbadora caricia de dos espadas, una para cada uno, caminaron Eladio y Sigfrido soportando las malintencionadas puyas de sus desconocidos captores. Al parecer, aquellos hombres ataviados con sucias cotas de mallas, que tocaban sus cabezas con sendos yelmos, ambas cosas con signos evidentes de haber sido usadas en más de una ocasión, habían decidido hacer un alto al otro lado de los matorrales que brotaban junto al solitario cedro que ellos, momentos más tarde, casualidades de la vida, usasen como rudo respaldo creyendo ingenuamente estar lejos de miradas extrañas cuando en realidad, con su charla, se comportaban como un par de ovejas lerdas que, sin saberlo, habían resuelto balar junto a la guarida de un lobo hambriento. La lanza de Eladio, claro está, se encontraba en poder de uno de aquellos individuos de miradas endurecidas, el mismo que les hablase al sorprenderlos. El otro cargaba con el viejo fardo de Sigfrido. —Ahora os llevaremos a un lugar d...