Acomodados entre un grupo de árboles situados a un lado del camino, donde pensaron sería difícil que nadie pudiera sorprenderlos, disfrutaron Eladio y Sigfrido de un mendrugo de pan, cada uno, extraídos del viejo saco con el que cargase el más joven. Desde las altas y frondosas ramas les llegaba el alegre trinar de los pájaros silvestres, que parecían dar la bienvenida al nuevo día. Una vez la última migaja fuese arrojada al suelo al sacudirse las manos, volvieron a ponerse en pie y reanudaron la marcha sin mediar palabra.
Al partir aquella mañana y durante el resto del camino, Sigfrido había tratado de conversar con Eladio, pero éste, fiel a su promesa de pensar en sus propios asuntos, los cuales consideraba de vital importancia, no se mostró muy dispuesto a participar de los distintos diálogos que le eran propuestos, lo que llevó a su joven acompañante a silenciar sus labios y a perderse en sus propias ensoñaciones, algo que a punto estuvo de costarles extraviarse en más de una ocasión dada la consecuente falta de atención por parte de ambos. El rostro de Lerdabondad iba mostrando distintos gestos según fuese su estado de ánimo, que variaba constantemente aunque estando siempre cercano a la tristeza. En ocasiones era posible verlo abatido, dispuesto a arrojarse a un foso y dejarse morir. En otras en cambio podía vérsele iracundo y rabioso, deseoso de morder. No hubo risas de ningún tipo que brotasen de sus labios, mas sí que surgieron infinidad de lamentos y llantos tan repentinos como conmovedores que hicieron que Sigfrido, no viendo que el mundo abarcaba más de lo que pudiesen cubrir las puntas de sus pies en la más grande de sus zancadas, se sintiera de veras molesto y perturbado, casi al borde de recriminarle tal actitud. Y si calló fue por no dar pie a su decaído acompañante a pensar mal de él.
Hacia el mediodía, no habiendo aún llegado al lugar hacia el que se dirigían, se toparon con unos leñadores que no supieron responder a las entusiastas preguntas de Sigfrido. Visiblemente desilusionado, el muchacho, cabizbajo, continuó avanzando.
—¿Por qué no se despide? Ni que hubiésemos hecho algo malo —le preguntó molesto uno de aquellos hombres a Eladio, que iba rezagado.
—No se lo tengáis en cuenta, que es cosa de la edad. Como si no supiese por dónde se mueve en realidad —quiso excusarlo éste.
—Te refieres a que es un idiota.
Eladio dudó.
—Sí. Eso es —dijo, aunque antes comprobó que Sigfrido no pudiese oírle.
—Ya tiene edad de ir despertando —dijo otro, aunque su tono no era recriminatorio.
—Sí. La tiene.
Cuando ya se alejaban, Eladio se volvió de nuevo hacia los hombres, a quienes dijo—: ¿Sabéis? En realidad nunca estamos lo suficientemente despiertos. Nunca lo vemos todo, aunque creamos lo contrario, que gustamos de tenernos en mucho hacia afuera cuando sentimos justo lo contrario en nuestros adentros, que es donde se esconden las verdades, que no hay solo una.
Hubo un momento en que todos, a excepción de Sigfrido, que seguía caminando, se miraron pensativos. Nadie dijo nada. No era necesario. A su modo, todos y cada uno de ellos reconocieron una gran verdad en aquellas palabras. Se separaron en silencio. Los hombres hacia el Este, saliendo de la senda. Por su parte, Eladio caminó hacia el Norte, tras Sigfrido, que lo contemplaba inmóvil desde la distancia.
—Deberías ser más amable, que nada cuesta y mucho bien da —aconsejó al muchacho al llegar a su altura.
Éste a punto estuvo de responder, pero no comprendiendo a qué se refería Eladio por no reconocer su falta, optó por seguir callado y no distraerse en una conversación de la que habría podido sacar en claro, si es que hubiese escuchado realmente de haberse dado tal charla, que las anchuras de su mente eran bastante estrechas y que sus formas, encausadas a su propio beneficio y maltrechas por sus mal enfrentados temores, no eran las más adecuadas cuando se trataba de convivir en franca armonía, aunque sólo fuese por momentos, con sus semejantes, o los que merecieran ser así llamados.
Alrededor de una hora más tarde, según llegaban a la encrucijada de caminos, donde pretendían arribar desde su partida, sus pasos se cruzaron con los de un mercader de corta estatura y gruesa cintura que andaba diríase que a horcajadas. El hombre caminaba empuñando las riendas de un poni que tiraba cansinamente de un carro prácticamente vacío. Acostumbrado a tratar con gente a lo largo de los años, no le fue difícil adivinar que aquel joven, alto y delgado, que tocaba su aniñado rostro con una singular perilla castaña, color similar al de sus cortos pero enmarañados cabellos, y que no era otro que el propio Sigfrido, tenía intención de hacerle una pregunta.
—No es necesario que te acerques más, muchacho, ni tú ni tu amigo el de la lanza. Sobre todo él —advirtió al tiempo que se detenía—. Dime qué se te ofrece y ya veré yo si puedo ayudarte. Habla alto y claro y sin segundas, a ser posible.
—¿Sabe vuestra merced de algún campamento de soldados en las cercanías? —preguntó el joven con ingenua ilusión luego de superar su desconcierto inicial.
El hombre asintió y señaló hacia el Oeste.
—Sé de dos. Y no simpatizan entre ellos, precisamente. El más cercano está en la dirección en la que os indico con el dedo, a poco más de dos horas de aquí en línea recta. El otro debería estar a unos días a paso tranquilo, desconozco dónde exactamente, pero se encuentra al Norte. Y ahora marchad en paz y en paz dejadme, que no pienso acercarme a vosotros ni permitir que vosotros os arriméis a mí. No me fío.
—No soy ningún maleante —quiso aclarar Sigfrido, contrariado.
—Por supuesto que no —convino el hombre, aunque empleando un tono entre reservado y jocoso, por así decir.
El poni, un precioso ejemplar moteado, se mostró inquieto.
—Vamos, Sigfrido. Vayámonos ya —dijo Eladio.
El joven hizo caso, pero se revolvió inesperadamente. Su orgullo había resultado herido y no veía el modo de resarcirse, más cuando aquel sujeto no le parecía peligroso a primera vista, que otro gallo hubiese cantado en caso contrario.
—¡Miradme bien! ¡No olvidéis mi cara! Pronto oiréis canciones sobre mí. Y en ninguna se dirá que un mercader del tres al cuarto se mostró desconfiado conmigo cuando aún no era nadie. Pero sabed que nadie seguiréis siendo vos hasta el día en que muráis, mientras que yo, harto de las hazañas y grandezas que aún me aguardan, sí que seré alguien. Y ser alguien es algo a lo que sólo unos pocos elegidos pueden aspirar. ¡Ya veréis! Y si no lo veis, lo oiréis.
Hubo un momento de silencio.
—¿De qué diablos habla tú amigo, lancero? ¿Qué clase de golpe se ha dado en la cabeza? Y aun habiéndoselo dado, otro no más pequeño que el primero merece. ¿No sabe acaso que esos “alguien” de los que habla, que como todos no dejan de ser algunos, también acaban criando malvas? La muerte abraza a todos por igual, sean quienes sean, que ella nos reconoce y con agrado a todos nos acoge —dijo el hombre.
Eladio, con el rostro contraído, agarró a Sigfrido por el hombro y le obligó a andar junto a él, aunque habiendo agradecido antes al mercader su reservada atención con un gesto de la mano. El muchacho, de veras ofendido porque alguien hubiese pensado mal acerca de su persona, siguió protestando unos metros más.
—A ese hombre no le falta razón, por más que pueda dolerte. Y bien harías al pensarte mejor esa ridícula idea tuya de ir a la guerra. El mundo es ancho, aunque nunca hayamos salido de la aldea, y son muchas las cosas que ofrece como para elegir por tu propio pie dedicarte a matar arriesgándote a ser muerto sólo por pretender la fama. Es una torpeza, me parece a mí. Puede que lo vea así porque tengo más edad y piense más también, o al menos de un modo distinto, aunque no signifique eso que lleve razón. Pero es tu decisión, no la mía. Y tampoco soy quien para obligarte, que ya me gustaría —dijo Eladio, logrando silenciar al joven. Pero éste, cegado por sus propias ideas y aún ofuscado, no escuchó como debiera aquellas palabras.
Caminaron campo a través tratando de no desviarse de la línea imaginaria que habían trazado hasta un punto elevado en la lejanía. Quién iba a decirles que se alejarían del Gran Camino en cuanto lo hubieran pisado. No hablaron más durante un buen trecho, pero fue otra vez Eladio, cuyo semblante se mostrara serio hasta entonces, el que quebrase el silencio.
—Vayamos a sentarnos bajo aquel cedro de allí, el que hay junto a esos matorrales altos —indicó reflexivo.
A Sigfrido, al que no le costó identificar el árbol por no haber otros cerca, no le pareció mala idea y hacia allí se encaminaron. Ya sentados, con la espalda apoyada en el tronco de la majestuosa planta, echaron mano de otro chusco de pan. La sed, no habiendo tenido ocasión de calmarla, empezaba a pesarles, aunque, astutamente, ninguno mencionó el asunto por no dar una mayor presencia al problema.
—No quise verlo —empezó diciendo Eladio, nuevamente apenado. Volvían sus demonios más recientes—. Ella hablaba cada vez más sobre cierto amigo del alma, de lo amable y comprensivo que era, sin que yo entendiera lo que sucedía. Ahora lo veo.
Sigfrido comía. Por primera vez prestaba verdadera atención a Lerdabondad, cuyos ojos mostraban la desnudez de un alma desgraciada.
—Cada conversación, sin importar sobre qué tratase, le parecía adecuada para hacerle asomar entre sus labios. Era el único modo que encontraba de tenerlo junto a ella estando yo delante, además de sus pensamientos, supongo. Y si había silencio entre nosotros ella narraba alguna anécdota sin importancia en la que él apareciera, aunque sólo fuese en una única frase. Y así, de ese modo, siempre fuimos tres desde entonces. Quizás me confesaba sus sentimientos de esa forma. Después de todo, ¿quién puede retener la verdad cuando pesa demasiado y no es un mal nacido? Y puedo asegurarte que ella no lo es. No. No lo es. En absoluto.
Eladio rompió a llorar de repente. Y Sigfrido, libre por momentos de su natural egoísmo, sintió genuina compasión hacia él. No supo qué decir.
—¿Por qué habrá dejado de amarme? No tuvimos hijos. Pero no creo que sea esa la causa. Algo debí hacer mal, sin duda. ¿Pero qué? ¡A duras penas puedo soportar la idea de verme solo de repente! Y sin embargo no es su imagen abrazada a él la que más me atormenta, que también, sino el haber sido víctima de un engaño. ¿Crees que semejante dolor pueda venir del mismo amor, o es sólo el orgullo herido de quien erróneamente creía poseer algo que nunca fue suyo? Estoy empezando a creer que no sé amar, Sigfrido. O eso, o estoy enfermo. ¿Qué piensas tú? ¿Soy sólo yo quien padece este mal, o nos afecta a todos por igual? Pese a que los demonios se me llevan, diría que es el miedo lo que mueve esta fatalidad que con tanta severidad me aflige. No reconozco amor en nada de ello, y aun así digo quererla. No logro comprenderlo. Tampoco sé si quiero.
Sigfrido, aturdido, continuó en silencio.
—¿Pero cómo puedo hablarte así, haciéndote partícipe de mi dolor y esperando de ti respuestas a mis inquietudes? No tengo ningún derecho. Te ruego me perdones, muchacho.
—Dices que ama a otro. ¿Por qué no puede seguir amándote a ti también? —inquirió el joven, dubitativo, no sabiendo si era acertado lo que decía.
—¿Amar a dos? ¿Amar a dos dices? —Eladio sostuvo la mirada del joven, aunque no existía desafío por parte de ninguno de ellos—. Podría ser. Los padres aman a sus hijos. Amamos a nuestros amigos sean cuantos sean. Aunque son amores que deben diferenciarse unos de otros, me atrevo a decir en mi ignorancia, que quizás sea mucha y yo no lo sepa. El amor al que yo me refiero, el que une a dos personas en cuerpo y alma y les impulsa a compartir sus vidas, puede que por hábitos que nos acompañan desde un lejano pasado, no consigo comprenderlo entre tres o más. Pero si fuese eso posible, ¿por qué hablaba mi mujer de él siendo yo el que está presente? Además, soy yo quien cede su sitio al tercero. Soy el desplazado. Soy el que pierde por viejo ante el nuevo. Él en cambio, de no tener nada pasa a tenerla a ella. No le importa compartirla conmigo porque nada pierde a beneficio mío. Soy yo el derrotado a mi entender. El que muy poco o nada vale para ella, pues no soy más que una deshecho de lo que antaño fueron tiempos mejores; un agrio presente reducido a un grato recuerdo, que es así como contemplamos el pasado si nos conviene. Él trae nuevas promesas. Conmigo me llevo todas las que incumplí. También él faltará a su palabra, por supuesto. ¿Pero qué más da eso cuando el futuro y sus sinsabores quedan tan lejos y cabalgamos a lomos de la ilusión vendándonos gustosos los ojos? En definitiva, soy quien le hace tener una existencia tan gris como lo es la mía. De mí sólo ama lo que para ella fui en nuestros inicios, la enigmática cuestión de lo que podría haber sido pero que nunca tendrá respuesta ni podrá ya ser por no detenerse el tiempo, que tampoco vuelve atrás, permitiéndonos evitar cometer los mismos errores que hoy nos atormentan aun sin pensar en ellos. Si raciocinio no me falta, diría que, tras lo dicho, sólo queda sitio para la decepción, lo que nos vuelve culpables a ambos, supongo, pues miramos al otro más que a uno mismo, y he ahí donde todo empieza a torcerse, ¡y de qué manera! ¿Cómo entender y aceptar la libertad del prójimo, un ser amado, cuando nos negamos la propia? Nos sabemos solos en lo más profundo de nuestro ser y no soportamos esa realidad. Nos aterra. De ahí que pongamos pesadas cadenas a cualquiera que se nos acerque, lo que nos convierte en crueles carceleros, tan presos de nuestras propias miserias como aquellos a quienes apresamos. ¿Amar a dos? Ni siquiera nos amamos a nosotros mismos como debiéramos, ¿cómo amar a otros? En ausencia del amor, diría que es el miedo el que nos empuja a buscar una compañía que nuestra debilidad acaba alejando tarde o temprano.
Sigfrido, que nunca había oído a nadie razonar así, menos empleando aquella retórica y en condiciones más apropiadas para dar rienda suelta a la ofuscación que a la reflexión, bajó la mirada abrumado. Aun habiendo atendido de veras a Eladio, no estaba seguro de haberlo comprendido del todo, aunque sí que percibió su sufrimiento. De súbito, el hombre negó con la cabeza, como si acabase de darse cuenta de algo que pasaba por alto.
—Aunque una parte de mí cree tener razón en lo que digo, hay otra que piensa que son afirmaciones terribles e injustas. Olvido que cada caso es distinto, que en todo momento hay una o más causas que motivan nuestras acciones, que estas no siempre son leales a nuestras convicciones, que sólo en contadas ocasiones cuerpo y mente van en armonía y que el resto de las veces se traicionan el uno al otro, generando conflictos en nuestros adentros que no digerimos bien. Todo este calvario que ahora padezco hace que me sienta al borde de un abismo que yo mismo he creado. Necesito culpar a alguien. ¡A todos menos a mí, que víctima me siento! Y si bien es cierto que la culpa habría de ser repartida, no puedo negar que buena parte me corresponde a mí, no para regocijarme en el dolor y mendigar compasión, sino para asimilar lo hecho y elevar mi comprensión en estas cuestiones que tan complejas me resultan. Debo reflexionar con buen juicio, lo sé, pero el miedo, el egoísmo que de él nace, salvo que ambas cosas sean la misma, me lo impiden, en consecuencia, mis pensamientos brotan impregnados de un desasosiego tal que me ensombrecen el ánimo más aún, tan malherido en esta hora de infinita tristeza para mí. Qué perdido me encuentro, muchacho. Y qué desgraciado.
De súbito, unos filos fríos y cortantes se posaron en las gargantas de ambos amenazando con abrirlas al menor movimiento.
—¡Pero qué tenemos aquí! ¡Dos hombres hablando de amores y desamores a la sombra de un árbol! Me pregunto qué clase de charla es esa que os traéis entre manos —dijo una voz desconocida y burlona—. Poneos en pie muy despacio, sin mirar atrás. Y nada de tonterías, grandullón. Yo de ti dejaría de echarle el ojo a esa lanza que tienes al lado. No te daría más que para estirar el brazo hacia ella antes de morir desangrado.
Eladio, a quien iba dirigida aquella advertencia, relajó los músculos. Sigfrido, presa de los nervios, vio con repulsión cómo caía sobre su antebrazo derecho la deposición de algún ave posada sobre sus cabezas. “¿Será alguna nefasta señal del cielo?”, se preguntó agitado. No sabía hasta qué punto era acertada aquella cuestión, en el más estricto de los sentidos.
¡Hola Miguel Ángel!
ResponderEliminarSi mal no recuerdo, el panorama pinta muy sombrío para el siguiente capítulo, con la presencia del nuevo desconocido de voz tan burlona.
Un abrazo.
¡No puedo revelar nada! Pero ya te adelanto que, salvo algunos detalles de la otra historia que merecen un homenaje a mi entender, prácticamente todo se verá alterado. 🙃
EliminarPrometedor final para el capítulo, Miguel Ángel. Ahora que al fin habían entablado una conversación más o menos fluída, los atacan a traición. Pobre Eladio, está claro que se siente muy dolido, aunque a colación de ello ofrezca a los lectores interesantes reflexiones :)
ResponderEliminarEn fin, habrá que esperar para ver qué sucede...
¡Un abrazo y feliz viernes!
Pobre Eladio. Y pensar que en la versión anterior de esta historia tan sólo le dediqué algunos párrafos.
EliminarEspero ponerme próximamente con la continuación.
¡Saludos!