Sobresaltado por unas repentinas voces, Eladio abrió los ojos encontrándose bajo un cielo repleto de tristes nubes grisáceas que no inspiraban al ánimo. Estaba tumbado de espaldas sobre el irregular suelo del monte, rodeado de otros que, como él, acabaron cayendo rendidos al cansancio pese a la inquietud que les agitaba. Aturdido, se desperezó y buscó permanecer sentado, encontrando con la mirada cómo a no demasiada distancia tres hombres maniatados y cabizbajos eran conducidos por una dotación de lanceros hacia un espacio abierto donde fueron erigidos tres elevados postes. Un nutrido grupo de curiosos seguía a la comitiva sin la menor discreción. No sabiendo hallar una explicación a tal hecho, decidió preguntar a un espadachín que, junto a él pero ya en pie de hacía rato, seguía la escena con, al parecer, mayor idea por llevar despierto más tiempo. —¿Qué sucede? ¿Sabes tú algo? —preguntó. El hombre se volvió a descubrir la identidad de quien le cuestionaba antes de satisfacer la
Eladio, conmovido, decidió actuar de distinta forma que la mayoría acercándose al hombre herido más próximo. Junto a él se arrodilló e inclinó interesándose por su estado. Desde el lugar que ocupaba, inmóvil e incapaz de decidirse, Sigfrido los vio conversar. —¡Agua para este infeliz, por piedad! —gritó Lerdabondad, volviéndose hacia donde estaban Gelasio y Lotario. Tras ellos, el resto del ejército seguía marchando, aunque atendiendo con curiosidad lo que allí acontecía. Fue Negropasado el que, con el semblante serio, se le acercara. —¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó al moribundo, un joven imberbe cuyo abdomen había sido perforado por una asta que aún sobresalía de su cuerpo. —Gilberto Agriodestino, señor —respondió el muchacho con gran dificultad. —Luchasteis bien y supisteis morir, Gilberto, al menos los que quedasteis aquí, sobre la hierba. Tienes mis respetos —dicho esto, Lotario desenvainó la espada y, con un rápido movimiento, atravesó con su punta la frente del yace