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8. ¡A las armas!

Sobresaltado por unas repentinas voces, Eladio abrió los ojos encontrándose bajo un cielo repleto de tristes nubes grisáceas que no inspiraban al ánimo. Estaba tumbado de espaldas sobre el irregular suelo del monte, rodeado de otros que, como él, acabaron cayendo rendidos al cansancio pese a la inquietud que les agitaba. Aturdido, se desperezó y buscó permanecer sentado, encontrando con la mirada cómo a no demasiada distancia tres hombres maniatados y cabizbajos eran conducidos por una dotación de lanceros hacia un espacio abierto donde fueron erigidos tres elevados postes. Un nutrido grupo de curiosos seguía a la comitiva sin la menor discreción. No sabiendo hallar una explicación a tal hecho, decidió preguntar a un espadachín que, junto a él pero ya en pie de hacía rato, seguía la escena con, al parecer, mayor idea por llevar despierto más tiempo. —¿Qué sucede? ¿Sabes tú algo? —preguntó. El hombre se volvió a descubrir la identidad de quien le cuestionaba antes de satisfacer la
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7. La noche antes de la tormenta.

Eladio, conmovido, decidió actuar de distinta forma que la mayoría acercándose al hombre herido más próximo. Junto a él se arrodilló e inclinó interesándose por su estado. Desde el lugar que ocupaba, inmóvil e incapaz de decidirse, Sigfrido los  vio conversar. —¡Agua para este infeliz, por piedad! —gritó Lerdabondad, volviéndose hacia donde estaban Gelasio y Lotario. Tras ellos, el resto del ejército seguía marchando, aunque atendiendo con curiosidad lo que allí acontecía. Fue Negropasado el que, con el semblante serio, se le acercara. —¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó al moribundo, un joven imberbe cuyo abdomen había sido perforado por una asta que aún sobresalía de su cuerpo. —Gilberto Agriodestino, señor —respondió el muchacho con gran dificultad. —Luchasteis bien y supisteis morir, Gilberto, al menos los que quedasteis aquí, sobre la hierba. Tienes mis respetos —dicho esto, Lotario desenvainó la espada y, con un rápido movimiento, atravesó con su punta la frente del yace

6. Hacia la batalla.

No debieron pasar más de unos minutos desde la marcha de Lotario Negropasado que regresó éste acompañado de tres hombres. Dos de ellos portaban una mesita y una silla, una cosa cada uno, el tercero un vasto tomo, una pluma y un frasco de tinta negra donde impregnar su punta. Los cuatro parecían enfrascados en una discusión, siendo dos, uno el propio Lotario, quienes más pasión derrochaban en la misma. —¡Y yo vuelvo a insistir en que el cupo de reclutamiento está cerrado! —protestó el que llevaba los avíos para la escritura, un sujeto de cierta edad, más bien bajo y falto de forma, que no parecía muy ducho en el arte de la lucha dada la torpeza y pesadez con que acompañaba sus gestos toda vez que se movía. —¡Maldición! ¡Estamos faltos de efectivos! Si no estás dispuesto a inscribir a estos hombres en el libro de registros seré yo mismo quien te corte las manos. ¿De qué nos sirves si pones excusas siempre que tienes que ejercer tu profesión? ¡Inscríbelos ahora y gánate el sueldo, ma

5. Una aburrida conversación en la fila.

No debieron pasar más de unos minutos desde la marcha de Lotario Negropasado que regresó éste acompañado de tres hombres. Dos de ellos portaban una mesita y una silla, una cosa cada uno, el tercero un vasto tomo, una pluma y un frasco de tinta negra donde impregnar su punta. Los cuatro parecían enfrascados en una discusión, siendo dos, uno el propio Lotario, quienes más pasión derrochaban en la misma. —¡Y yo vuelvo a insistir en que el cupo de reclutamiento está cerrado! —protestó el que llevaba los avíos para la escritura, un sujeto de cierta edad, más bien bajo y falto de forma, que no parecía muy ducho en el arte de la lucha dada la torpeza y pesadez con que acompañaba sus gestos toda vez que se movía. —¡Maldición! ¡Estamos faltos de efectivos! Si no estás dispuesto a inscribir a estos hombres en el libro de registros seré yo mismo quien te corte las manos. ¿De qué nos sirves si pones excusas siempre que tienes que ejercer tu profesión? ¡Inscríbelos ahora y gánate el sueldo, ma

4. ¡Presos!

Sintiendo en sus espaldas la perturbadora caricia de dos espadas, una para cada uno, caminaron Eladio y Sigfrido soportando las malintencionadas puyas de sus desconocidos captores. Al parecer, aquellos hombres ataviados con sucias cotas de mallas, que tocaban sus cabezas con sendos yelmos, ambas cosas con signos evidentes de haber sido usadas en más de una ocasión, habían decidido hacer un alto al otro lado de los matorrales que brotaban junto al solitario cedro que ellos, momentos más tarde, casualidades de la vida, usasen como rudo respaldo creyendo ingenuamente estar lejos de miradas extrañas cuando en realidad, con su charla, se comportaban como un par de ovejas lerdas que, sin saberlo, habían resuelto balar junto a la guarida de un lobo hambriento. La lanza de Eladio, claro está, se encontraba en poder de uno de aquellos individuos de miradas endurecidas, el mismo que les hablase al sorprenderlos. El otro cargaba con el viejo fardo de Sigfrido. —Ahora os llevaremos a un lugar d