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4. ¡Presos!

Sintiendo en sus espaldas la perturbadora caricia de dos espadas, una para cada uno, caminaron Eladio y Sigfrido soportando las malintencionadas puyas de sus desconocidos captores. Al parecer, aquellos hombres ataviados con sucias cotas de mallas, que tocaban sus cabezas con sendos yelmos, ambas cosas con signos evidentes de haber sido usadas en más de una ocasión, habían decidido hacer un alto al otro lado de los matorrales que brotaban junto al solitario cedro que ellos, momentos más tarde, casualidades de la vida, usasen como rudo respaldo creyendo ingenuamente estar lejos de miradas extrañas cuando en realidad, con su charla, se comportaban como un par de ovejas lerdas que, sin saberlo, habían resuelto balar junto a la guarida de un lobo hambriento. La lanza de Eladio, claro está, se encontraba en poder de uno de aquellos individuos de miradas endurecidas, el mismo que les hablase al sorprenderlos. El otro cargaba con el viejo fardo de Sigfrido.
—Ahora os llevaremos a un lugar donde acabaréis comprendiendo que eso del amor es una soberana memez en la que no merece la pena reparar, mis pobres idiotas. De hecho, al amor debéis haber caído en nuestras manos. Llevábamos toda la mañana buscando sin fortuna a quién apresar y mira por dónde logramos nuestro propósito cuando ya nos creíamos de vuelta con las manos vacías. Aún no me lo acabo de creer —les dijo el primero entre risas.
Eladio, cansado ya de soportar tanta insolencia, quiso revolverse y hacer un reproche, justo lo que buscaba el bribón, que introdujo con destreza la lanza entre las piernas del ofendido, provocando que éste cayese con estrépito. Antes de poder incorporarse, Lerdabondad se vio con la amenazadora punta del arma a un palmo de la nariz.
—Sí algo de lo que decimos mi amigo y yo no es de vuestro agrado mejor será que no lo sepamos. No aceptamos bien las críticas, salvo aquellas que vengan de nuestros superiores y sólo a regañadientes—le fue dicho en tono de pocos amigos.
Desde entonces, el resto del camino se llevó a cabo sin el menor contratiempo, viéndose desviados del itinerario que se marcaran en un principio y siendo conducidos a la fuerza a través de la foresta, hasta llegar a los pies de una ancha colina de escasa altura y desprovista de vegetación por efecto de lo que debió ser un reciente incendio, habiendo sido devastada la tierra de alrededor, ahora ennegrecida. Allí percibieron algunos sonidos y otras voces extrañas a no mucha distancia.
—Son ellos —advirtió el segundo de sus captores luego de prestar oídos con atención.
—¡Vayamos pues! —propuso con ánimo el otro, empujando con la espada y la lanza a Eladio, que no pudo reprimir un gruñido de dolor al sentir la presión de aquellas afiladas puntas.
No tardaron en hallarse frente a una hilera de desconocidos con gestos sombríos, puede que una veintena, todos ellos desarmados y sin nada al alcance de las manos, salvo uno que llevaba un libro. Eran estos hombres custodiados por una decena de individuos bien pertrechados para el oficio de la guerra cuyos rostros no mejoraban en absoluto el de aquellos dos que hasta allí habían conducido al joven aventurero y a su despechado compañero de viaje. La totalidad de aquellos sujetos dedicaron todo su interés a los recién llegados. Sólo los que iban armados se mostraron de buen humor.
—¡Al fin llegáis! Y con compañía. Ya pensábamos que habíais desertado como ratas —dijo uno.
—Tendría que verte a ti correr primero, maldito —le fue respondido por quien vigilaba a Sigfrido—. ¿Estamos todos?
—Sólo vosotros faltabais —contestó el que les hablase—. Poned a esos dos con los otros y marchémonos de una vez. Corría el rumor esta mañana de que la tormenta está a punto de estallar. No quisiera perderme los primeros truenos.
Mientras eran llevados a su lugar en la fila, ocupando los dos últimos puestos tras el que abrazaba un libro contra su pecho, un individuo de rostro enjuto extremadamente delgado, Sigfrido miró al cielo, no encontrando ninguna señal inminente de tormenta. Siendo prudente, prefirió no decir nada. Con guardias posicionados a ambos lados de la hilera de prisioneros se dio la orden de partir. Quizás por la creciente angustia, la sed empezó a hacer mella en el joven, mucho más que en Eladio, que daba la impresión de seguir soportando el tipo pese a la gravedad de su gesto.
—¡Esclavo! —se lamentó Sigfrido en un murmullo, apesadumbrado—. ¡Soy un mísero esclavo! ¡Para esto he abandonado mi casa, estúpido de mí!
El guardia que iba a su derecha, a pocos pasó de él, un sujeto más bien bajo y brusco en sus gestos, pareció  molesto al escucharle.
—¿Esclavo dices? ¡Nada de eso! No esclavizamos a nadie, muchacho. Tu destino, el de todos vosotros —dijo, señalando a la hilera de principio a fin, recorriéndola con el dedo índice—, es el de servir en el campo de batalla, donde hallareis una muerte digna de un hombre u os habréis ganado el respeto en caso de luchar bien y sobrevivir. Vuestras insignificantes vidas cobran de repente sentido estando aquí, aunque sea en contra de vuestra voluntad y seáis incapaces de comprenderlo.
—¡Deja de hablar con los reclutas, Gelasio! —le increpó uno de los suyos.
—Hablaré con ellos, te guste o no. Yo también fui reclutado antes de ser lo que soy y sé lo que se siente el primer día —respondió el aludido—. No hay por qué tratarlos como a una panda de imbéciles.
—De bonachón que pareces en ocasiones se me hace difícil imaginarte cortando gargantas —rió otro.
—¡Las corto! Rápido cuando quiero ser clemente y con exagerada lentitud cuando se trata de ser cruel. Bien que lo sabes. Y no soy buena persona por más que te lo parezca, aunque sé que estás de broma, pero el mal que causo se limita únicamente a cuando cumplo con mi trabajo, que es precisamente matar enemigos. Y diría que cumplo.
—Y cumples bien —convino alguien que, por la altivez del tono empleado y las maneas con que acompañaba aquellas palabras, parecía ser el que estaba al mando—. Y ahora te ordeno que calles. ¡Callad todos! Los prisioneros no serán tratados como iguales hasta que no hayan sido inscritos en el libro de registros de la compañía. Pero no habrá maltrato de ninguna clase. Ya conocéis los métodos.
Todo aquello fue dicho mientras avanzaban sin seguir sendero alguno, siempre entre la flora, aunque sin mostrar el menor signo de duda sobre la dirección a seguir.
—¡Oídme! —prosiguió el líder dirigiéndose a los rehenes—. No será tan malo como podáis pensar. Se os dará un salario y una parte proporcional de los botines que se obtengan de cada pillaje en el que participéis, siempre y cuando sigáis de una pieza, vivos, para que me entendáis. Formaréis parte de una hermandad mercenaria que ha sido contratada por Liborio Hediondaflor, duque de Pancorbillo, señor de estas tierras y aspirante a serlo de otras de más allá según nos dijo, para batallar a su rival el duque de Mercería, que se opone abiertamente a sus pretensiones por tener él unas muy similares aunque a la inversa. No necesitáis saber más salvo conocer las muchas formas de matar y ser muertos que existen, algo que pronto descubriréis si es que hay tiempo de mostrároslo y que, quién sabe, podría no sólo salvaros la vida, sino serviros de cara a un prometedor futuro entre nosotros como guerreros, cosa que está por ver y que mucho me temo no será fácil —acabó diciendo el hombre.
—Raptáis gente y pretendéis disponer de ellos para otorgar muerte aun en contra de su voluntad, lo que contraviene lo que dicen las sagradas escrituras —protestó el que portaba el libro, aunque empleando un tono donde imperaba la calma.
Al oír aquello, el jefe ordenó el alto y buscó al hombre con la mirada, dedicándole un gesto de desaprobación al tiempo que se le acercaba.
—¿Quién eres tú, una especie de clérigo vagabundo, o un loco de atar? Tus ropas están sucias y raídas. Apestas. ¿Crees que puedes dirigirte de esa guisa a nadie y pretender que te tenga en consideración, insensato?
—Soy alguien que está dispuesto a todo por restablecer la fe, aun a costa de perder lo más valioso que tengo: la vida y el alma, lo que a vuestros ojos me convierte en un loco de atar.
—Esas malditas escrituras y la fe ciega que reclaman y que tan dispuesto estas a restablecer son las causantes de muchas miserias.
—Es el hombre el único culpable de los males que dices por su mala interpretación de la palabra que nos dejó escrita el creador. Si nos hubiésemos limitado a seguir su sabiduría y no a dar rienda suelta a nuestras ansias de grandeza no nos veríamos envueltos en tantas miserias que nos asolan y de las que muchos, en su infinita ignorancia, señalan como responsable al que está en las alturas, a quien deberían dirigirse con toda humildad y respeto e implorarle perdón por tan disparatada osadía.
—¿Y por qué ese dios tuyo, tan sabio y poderoso, permite que le desobedezcamos pese a dejarnos escrita su voluntad? Quien pudiendo detener un mal acto deja que este sea hecho quizás sea tan culpable como el que lo lleva a cabo, diría yo. ¿Qué me dices a eso, religioso?
—Se nos concedió la gracia del libre albedrío para que pudiésemos elegir nuestro propio camino. Seremos juzgados al final del mismo y castigados o premiados según hayan sido nuestras acciones, que dicen más de nosotros mismos que la propia palabra.
El jefe sonrió burlón al oír aquello.
—Ya estamos con lo del libre albedrío. Toda vez que la respuesta se os complica a los hombres de fe recurrís a eso o a la inalcanzable sabiduría de dios, dando por zanjado el asunto y dejando de un palmo de narices a quienes os exponen sus dudas al respecto.
El hombre pareció ofenderse. De súbito, su semblante cobró un gesto terrible que hizo vacilar aun a aquel con quien hablaba.
—Dudas que pronto quedarán resueltas para siempre, pues aunque dios es misericordioso y paciente, no lo soy yo tanto, que ya me canso de tanto ateísmo e insolencia. Provocaré el apocalípsis con el que el hombre pagará por sus pecados y que dará paso a un nuevo comienzo, pero sólo con quienes sean los elegidos, unos pocos, que merecerán seguir vivos, mientras que el resto habrá de perecer padeciendo un gran sufrimiento —dijo, ofuscado en esta ocasión—. Llevo tiempo preparado para acometer tal empresa, tan sólo aguardo a que se den las circunstancias idóneas, cosa que no tardará en suceder, lo presiento.
El líder de aquellos hombres, acostumbrado a enfrentar cosas  mucho peores, se recompuso pronto y volvió a encarar al que a todas luces parecía un fanático religioso.
—Y el apocalípsis darás aquí a quienes tengas enfrente, aunque no del modo en que te imaginas, aniquilando masas con un gesto de la mano o como quiera que se haga eso, sino en formación, empuñando una lanza y matando a cuantos se te pongan por delante en la batalla, pero uno a uno, que el asta no tiene más que una sola punta —dijo burlón. Entonces, dando la conversación por acabada, se volvió y ordenó proseguir la marcha.
Sigfrido, que vivió aquellos momentos con cierta tensión, reparó en que Eladio había atendido a la misma con gran expectación, incluso creyó presentir que habría querido participar en ella, aunque finalmente optase por callar.
Alrededor de media hora más tarde llegaron a un valle donde habían sido desplegadas un sinfín de tiendas de cierta envergadura que, en ese momento, estaban siendo desmontadas, armándose en consecuencia un gran tumulto que venían oyendo desde antes de presenciar la escena. Columnas de lanceros partían ordenadamente siguiendo el paso que les era marcado por los oficiales, acompañados de quienes portaban las respectivas banderas y coloridos estandartes, que ondearían con gracia de haber algo de viento. El líder del recién llegado grupo ordenó que les fuese dada agua a todos los rehenes, aun a aquel con quien mantuviera tan peculiar disputa verbal, mientras él se informaba de lo que ocurría.
—¿Quién es ese hombre que os manda? No parece un simple cabecilla —dijo Eladio, que esperaba paciente a que Sigfrido acabase de beber para calmar su sed.
Gelasio sonrió.
—Su nombre es Lotario Negropasado. Y hoy ha hablado más de lo que acostumbra —dijo—. Es el más laureado capitán de Los Buitres  Hambrientos, la compañía de mercenarios a la que pertenecemos, pronto también vosotros. Podría haberse quedado discutiendo las distintas estrategias con sus iguales; le habrían escuchado. Pero él prefiere compartir pesares con la tropa, aunque vuestra captura, la de todos vosotros, no pueda considerarse tal cosa, pues ha sido como un paseo. Aquí todos daríamos la vida por él, aun los dos golfos que os apresaron a tu amigo y a ti.
—¿Y que puede significar todo este alboroto? —quiso saber Sigfrido, inquieto, que ya pasaba el pellejo de agua a Lerdabondad.
Gelasio suspiró antes de contestar.
—Diría que apenas podremos adiestraros mínimamente para la batalla, aunque trataremos de hacer algo que pueda serviros —murmuró, con los ojos puestos en los soldados que desfilaban.
Cuernos marciales sonaron de súbito en el campamento. Llamaban a asamblea.

—Aquí tienes tu guerra, muchacho —dijo Eladio, dedicando un sombrío gesto a Sigfrido, que, a su vez, se debatía entre la agitación y el entusiasmo.

Comentarios

  1. Buenos días, Miguel Ángel.
    Acabo de aterrizar en tu blog. No sé que decirte... Tal vez por mi edad hay imágenes y temas que ya descarto, prefiero ver el "otro lado" de las cosas, por decirlo de alguna manera. Pese a ello he decidido leerte y he de decirte que me ha gustado. Por tu buena forma al escribir la historia y sobre todo por lo que se lee entre sus renglones.
    No sirve de mucho la opinión de alguien que está en párvulos, pero bueno..., la he dado.
    Gracias por compartir.

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    1. Hola, Ana. Toda opinión que parta desde el respeto, como lo es la tuya, cuenta. Siéntete libre de expresarla toda vez que te apetezca, al menos aquí, que eres bienvenida. Y eso de párvulos, todos estamos aprendiendo continuamente en realidad. En párvulos estamos todos, diría yo.
      Gracias por tu lectura y comentario.
      Un cordial saludo.

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  2. Participar en la guerra quería Sigfrido y eso es justo lo que hará, aunque mucho me temo que no como había pensado. Quizás aún, gracias a tu inventiva e ingenio, consigan librarse del que parece ser su destino, pero lo veo crudo...

    Una entrega estupenda, Miguel Ángel, con una narración ágil y amena que dibuja escenas con palabras :)

    ¡Un abrazo!

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    1. ¡Ay, Sigfrido de mi alma y mi corazón! No sabe el muy insensato dónde se ha metido y yo no sé qué pasará. Jajaja Mala combinación.
      Muchas gracias por leer y comentar, Julia.

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  3. ¡Pobres criaturas, la que se les avecina! ... ja,ja,ja...
    Me he fijado, Miguel Ángel en que has cambiado el nombre al acompañante de Sigfrido o ¿es que aún no ha aparecido en escena el anciano mago o brujo (no recuerdo ahora bien) que luego si que le acompaña y le salva de tantos peligros?...
    También me he fijado que has cambiado también parte del texto y en general lo encuentro ahora más pulido. De modo que ya veo que eres muy perfeccionista además de constante...ja,ja,ja
    Bueno, hasta el siguiente capítulo.
    Saludos.

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    1. ¡Hola, Estrella! Qué gusto verte por aquí.
      Trataré de responder a todas las cuestiones: El personaje que en este inicio de historia acompaña a Sigfrido era mencionado ligeramente en la anterior versión. En esa recibía el nombre de Eladio Mentepoca y era un bobo bienintencionado. En esta es llamado Eladio Lerdabondad, y su forma de pensar es muy distinta a la de la anterior además de absorber mucha, mucha cámara. En cuanto a ese viejo al que te refieres, se trata del sinpar Cornelio Malhadado, que aparecía a mediación y que, junto a Sigfrido, casi arman el dos de mayo. Por supuesto, tendrá un lugar también aquí. Y su aparición será estelar, como no puede ser de otra forma.
      En cuanto al texto, es cierto que lo cuido más. Y debo reconocer que no es que antes lo hiciera peor por pereza, sino que la lectura y el no parar de escribir han podido servirme para evolucionar. Soy un aprendiz y espero poder seguir aprendiendo, porque me encanta perderme entre las letras. Me queda mucho que pulir aún, mucho.
      Gracias por tu apreciado comentario, Estrella.

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