Ir al contenido principal

2. Una inesperada compañía.

Pese a la incertidumbre y el desánimo en los que se sumiera a causa de su nefasta experiencia, Sigfrido fue cobrando nuevos bríos según se iba acercando el momento por él señalado. Había llegado a barajar, entre sueño y sueño, olvidar sus ansias de aventuras y tratar de centrarse en la realidad que le había tocado vivir, para lamento suyo, pero sus razonamientos, quizás por la sensación de seguridad que le brindaba el hallarse en casa, habían ido variando hasta llegar a concluir que no debía darse por vencido, pues algo debía costar la fama para que fuesen tan pocos quienes la acariciasen. Así, convencido de ser capaz de afrontar de día lo que fuera incapaz durante la noche, el joven, intuyendo que pronto asomaría el sol en el siempre lejano horizonte, se incorporó con lentitud y se dispuso a marcharse nuevamente. Tomó el fardo con decisión. Y tentado estuvo de apoderarse nuevamente del candil, mas teniendo una deuda consigo mismo decidió prescindir de él y enfrentarse a las bravas a la oscuridad; debía demostrarse que era capaz de vérselas con ella a solas sin perder del todo los nervios, aunque sólo fuese por unos momentos.
Al fin, sin demasiado entusiasmo, diríase que movido por una obligación que él mismo se había impuesto, se dispuso el joven, de nuevo, a retirar el tablón que bloqueaba la entrada. Fue entonces que, antes de abrir la puerta, reparó a tiempo en su exceso de egoísmo al pretender llevarse toda la comida. Sin embargo, lejos de ser justo y agenciarse para sí una mínima parte, sólo dejó sobre la mesa la mitad de lo que inicialmente introdujera en el saco, lo que le sirvió para quedar conforme consigo mismo, que era la verdadera recompensa que buscaba con dicha acción. Tal como hiciera la vez anterior, antes de abandonar el hogar, quiso echar un vistazo a sus padres, mas nada pudo ver estando todo a oscuras. Tuvo entonces la desagradable sensación de que aquella podría ser la última vez que supiera de ellos. Incómodo, esperó que no fuese más que un inquietante temor propio del, para sí, trascendental momento que enfrentaba. Finalmente, salió y cerró tras de sí.
Antes de girarse sobre sus talones apoyó la mano sobre la puerta y acarició suavemente su superficie. Una parte de él, la más prudente y sensata, se resistía a irse. De súbito, llevado por un fugaz arrebato, concluyó alejarse. Los primeros pasos entre tinieblas, acompañados de su inicial determinación, fueron firmes y decididos, pero su gallardía fue quebrándosele pronto, dando paso a la duda y a una creciente agitación que le obligó a detenerse presa de la incertidumbre. Tembloroso, pensó en regresar y aguardar junto a la puerta a que la opacidad se disolviera, mas se vio incapaz de ello. Resolvió entonces permanecer quieto donde estaba hasta poder discernir algo entre las sombras, maldiciéndose por haber dejado el quinqué sobre la mesa en lugar de llevarlo consigo, ya que su lumbre, aunque no diera mucho de sí, le habría servido de consuelo. Decepcionado por no haber sido capaz de vencer su miedo cuando confiaba, aunque puede que no del todo, justamente en lo contrario, se acuclilló Sigfrido, convencido de que así haría menos bulto a posibles ojos extraños, y guardó silencio. Queriendo alejar sus temores, trató de ocupar su mente en asuntos muy distintos de aquel que se traía entre manos, pero, para su desgracia, las circunstancias no eran las idóneas.
De repente, donde antes no hubiera más que una densa negrura, distinguió dos siniestras siluetas, gigantescas y fantasmagóricas, que estiraban, o eso creyó, unas desfiguradas garras, terribles, hacia él. A punto estuvo de gritar por el pánico, mas las reconoció en última instancia como pertenecientes a dos árboles que siempre habían estado allí incluso antes de su llegada al mundo. Durante un leve instante de lucidez entre tanta agitación, entendió Sigfrido que asistía a los últimos momentos de oscuridad, pues además de aquellos árboles cuya presencia le costase un sobresalto, pudo advertir las formas de otros  matorrales y arbustos que había a su alrededor, así como también de las piedras de más notable talla cercanas a él. Definitivamente, las sombras empezaban a retirarse.
El joven se irguió despacio y comenzó a dar pasos sigilosos esperando haber elegido bien la dirección a seguir, pues no se orienta uno igual cuando tanto cuesta ver y no se tiene tan claro el lugar que ocupa cada punto cardinal, como le ocurría a él.
Un solitario perro ladró triste en la lejanía.
Ya aclaraba, aunque no del todo, cuando, a cierta distancia, pudo ver la figura de un hombre de destacable envergadura. Estaba inmóvil, apoyado sobre una especie de vara alargada y parecía fijar la vista en una pequeña choza que tenía a pocos pasos de sí. Sigfrido lo reconoció al instante; era Eladio Lerdabondad, benévolo como pocos y de muy templado carácter. Y si él, junto con sus padres, ocupaba una casa a las afueras de la aldea, eran el propio Eladio y su mujer quienes habitaban esa otra vivienda, la más alejada en el lado septentrional, casi en los límites del dominio. Habiendo encontrado una excusa con la que retrasar su marcha, como suele suceder siempre que se emprende algo que en el fondo sentimos que nos supera, Sigfrido se acercó a su vecino, no percatándose éste de su presencia cuando estuvo a su altura. El joven, dado a creer en supercherías, llegó a pensar que Eladio, que casi le doblaba en edad, debía haber visto una aparición, pues su rostro, contraído en un gesto amargo y agónico, quedaba lejos de su normal expresión de candidez. Instintivamente, desvió la mirada hacia el lugar en el que su vecino fijaba la suya, no viendo más que la deteriorada fachada del edificio y la puerta a medio abrir. Del interior llegaba, si así puede decirse, un sepulcral silencio y una oscuridad que, ahora sí, resultaba más densa que la del exterior, propia de la hora crepuscular.
Como si hubiese despertado de un mal sueño, Lerdabondad reparó en que no estaba solo. Absorto, desvió sus ojos hacia Sigfrido. Éste le devolvió la mirada. Así permanecieron ambos unos segundos, sin saber qué decirse y pensando muchas cosas, ninguna despectiva, que no se dijeron, hasta que, al fin, Eladio hizo claros gestos a Sigfrido de que no hablase y lo condujo con calma a un lugar apartado.
—Mi mujer. Está en el lecho, en mi propio lecho, con otro hombre —dijo, tras un largo momento en que, pese a su intención de hablar, fuera incapaz de sacar una sola palabra de entre sus labios.
Sigfrido, que comprendía en cierto modo la gravedad del asunto, se sorprendió al principio, pero pronto se sintió aplastado por el peso de la incomodidad. Mil voces acudieron a su mente recriminándole no haber ignorado a Eladio y haber seguido su camino.
—Anoche, hace unas horas que debería decir, estuve de guardia. Era mi turno. Quién velaría de la seguridad de quienes duermen de no ser por los que nos ofrecimos a hacer de centinelas desde que los nobles ¡esos malditos! decidieran que nuestra pequeña aldea no merecía un sólo lancero —así prosiguió Eladio ante el silencio de Sigfrido, que no sabía qué decir—. Mi servicio no debía acabar hasta el amanecer, como bien sabes, pero Rodrigo Dedosrotos, el viejo viudo, se presentó de improviso lamentándose de no poder conciliar el sueño. Hablamos. Y luego de un rato se ofreció para continuar con mi labor. "Anda, vete a casa, tú que tienes mujer, y duerme junto a ella. Yo me quedaré aquí por ti", así dijo. Yo me negué, pero con la boca chica. Él se dio cuenta e insistió, hasta que accedí de buen grado.
Eladio agitó lo que Sigfrido tomase antes por una vara, reparando entonces en que no era tal cosa, sino una lanza.
—Traje el arma conmigo por lo que pudiera encontrarme a la vuelta. Tú y yo vivimos a las afueras, ya en el monte, y sabes que no es raro oír jabalíes y otras bestias merodeando cerca —Sigfrido sabía bien de lo que hablaba Eladio, y se sintió un estúpido por no haber contemplado la posibilidad de toparse con uno de aquellos animales al planear su aventura. Por supuesto, trató de no dar muestras de pensar en sus cosas y sí de escuchar a su afectado interlocutor, llegando incluso a fingir que se apiadaba hondamente de él por aquello que le contaba. Y, aunque es cierto que sintiera cierta lástima, no era tanta como la que se esforzaba en dar a entender a través de sus gestos, en los que, pese a su empeño por ocultarlo, empezaba a percibirse cierta impaciencia por marcharse cuanto antes y alejarse de penas ajenas que no harían más que amargarle la joven mañana que, para sus adentros, debía pertenecerle por entero.
—También llevaba mi candil para alumbrarme, claro está —continuó Eladio—. Quién me diría que al llegar a casa encontraría la más inesperada de las sorpresas. ¡Aún no puedo creerlo! ¡En cueros sobre el lecho! Había un pellejo vacío en el suelo junto a ellos. Olía a vino. ¿Se emborracharían para poder hacer lo que hicieron? Puede que, incapaces de confesar, bebieran hasta la última gota para que yo los sorprendiera. ¡Mira la hora que es y ahí siguen, profundamente dormidos! ¿Querrían eso? ¿Lo querrían? ¿O es mi locura la que así discurre?
Sigfrido asintió en silencio aparentando comprensión cuando, en realidad, buscaba hallar un modo honroso de escabullirse.
—¡Casi les atravieso con la lanza! Pero harto de ver la desnudez de ambos, comprendiendo que, de seguir contemplándolos, acabaría cometiendo una barbarie, apagué la llama del candil y salí afuera, donde he llorado hasta agotar todas mis lágrimas, al menos hasta que pueda derramar más.
De súbito, Eladio percibió las mudas prisas de Sigfrido. Y, viendo el fardo que éste cargaba y siendo consciente de la hora que debía ser, comprendió que el muchacho iba a alguna parte. Y él, con su desgraciada historia, le debía estar retrasando.
—Te pido perdón, Sigfrido —se disculpó sincero—. Te acercaste preocupado a ver si estaba bien y yo estoy abusando de tu comprensión. Dime, ¿dónde vas tan temprano?
El interpelado, sorprendido, dudó qué responder.
—Me marcho —contestó sin convicción.
—¿Te marchas? ¿Adónde?
—Lejos —dijo sin pensar.
Eladio pareció confuso.
—Piénsalo bien, muchacho. ¿Qué harás por ahí tú solo, que nunca has salido de aquí?
Sigfrido no dijo nada esta vez.
Los ojos de Eladio se iluminaron repentinamente.
—¡Ahora entiendo! ¡Partes a esa inminente guerra de la que tanto se está hablando! ¡Piensas alistarte! ¿Por qué? ¡Podrían matarte!
—Mis padres no lo saben. No se lo digas hasta que esté bien lejos —suplicó Sigfrido, asombrado por la pronta deducción de Eladio
Lerdabondad, con grave expresión en el rostro, se sumió en sus pensamientos antes de hablar.
—Se lo diría en cuanto te marchases, bien que lo sabes. Pero hay un modo de evitarlo —hizo una pausa, de nuevo con los ojos tristes—. Este asunto de mi mujer y su secreto amante merece ser discutido. Pero no sabría cómo hablarlo sin perder los nervios, que los tengo a flor de piel aunque tú no lo notes. Sé que me tenéis por un tipo muy sosegado, pero si no ha habido gritos es porque esos dos no están despiertos, que ya lo estarán. Temo que llegue ese momento, porque tengo una lanza y podría suceder que no fuese yo mismo entonces, sin importar lo que escuche de ellos o diga yo. Iré contigo. Te acompañaré hasta donde acampe ese ejército y regresaré después yo solo, espero que con la mente más fría que ahora. Puede que entonces sea capaz de hablar con ellos como se debe.
A Sigfrido, aunque la idea de tener compañía no le desagradaba lo más mínimo, no le atraía la perspectiva de que fuese alguien como Eladio, bastante mayor y con el que no creía tener nada en común, con quien habría de compartir parte de la travesía. Sin embargo, no sabiendo muy bien cuánta distancia habría de recorrer hasta llegar al acuartelamiento más cercano y de cuánto tiempo requeriría, le pareció una buena solución, la única que tenía a mano, en caso de tener que afrontar alguna noche a la intemperie, algo que, ahora sabía, a solas le supondría todo un suplicio.
—Bien. Accedo. Pero si tienes que coger algo para el viaje que sea ahora. No quiero retrasarme más —dijo, aprovechando para emplear un tono en el que, tímidamente, trataba de darse algo de importancia.
Eladio, desanimado, miró hacia la casa.
—No. No tengo nada que coger. De hecho preferiría no tener que irme, pero debo hacerlo. Podría marcharme yo solo, que también lo he pensado, pero tengo miedo de ceder a la ira y volver sobre mis pasos antes de tiempo. En cambio contigo sería distinto, pues la más banal de las conversaciones me ayudará a mantenerme con un mínimo de cordura, que nunca debe perderse. ¿En qué dirección habríamos de partir?
—Hacia el Norte, buscando el Gran Camino. Allí preguntaremos a quienes lo transitan. Seguro que alguien sabrá indicarnos.
—Vayámonos de una vez entonces. Por cierto, caigo en la cuenta de lo mucho que se enojarán tus padres conmigo cuando sepan que preferí ir contigo en vez de avisarles. Dudo mucho que mis razones puedan paliar su enfado. Y no podré yo reprocharles nada. En absoluto.
—No les digas nada entonces —le aconsejó Sigfrido.
Eladio, meciéndose la barba, pues lucía una bien frondosa, le dedicó una torva mirada.
—Anda, ve tú por delante, que yo iré por detrás pensando en mis cosas, que bastante tiempo las he dejado ya de lado.

Y así, con las primeras luces del día, ambos se pusieron en marcha tomando la estrecha vereda que nacía unos metros más adelante y que, entre arboledas y quebradas, les conduciría hacia el Gran Camino.

Comentarios

  1. Parece que a Sigfrido le ha salido un compañero de camino. No parece mala cosa para ninguno de los dos dadas las circunstancias, ¡veremos qué les espera!

    Buena continuación, Miguel Ángel, aunque me da pena Eladio :)

    ¡Un abrazo y feliz finde!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Pobre Eladio! Y Sigfrido, al que le cuesta ver más allá de la punta de su nariz, sólo pensando en marcharse.
      En una primera versión de este texto, Eladio se revolvía en un arrebato de locura y se dirigía hacia la casa, los ojos inyectados en sangre. Sigfrido, horrorizado, se arrojaba sobre él tratando de impedírselo. En el rifirrafe, el despechado logra zafarse y de detiene iracundo ante la puerta. Clava la lanza en el umbral al tiempo que deja escapar un grito desgarrador. Entonces, y sólo entonces, se marchan, aunque con evidentes prisas, se entiende.
      Preferí modificarlo, dejándolo de este modo, pues Eladio debía ser alguien cuyo comportamiento, aún en esas circunstancias tan dolorosas, fuese el de alguien que trata de imponer la razón, su razón, al impulso, al menos mientras pueda hacerlo, claro.
      Me llevó mi tiempo decidirme. Lo reconozco.
      En fin, así quedó. Aunque siempre quedan cosillas por pulir o yo las veo toda vez que leo algo que escribo.
      Sí. Es una pena lo de Eladio.
      Espero publicar la siguiente entrada en unos días.
      Gracias por leer y comentar.

      Eliminar
    2. No te preocupes, nos pasa a todos (a mí al menos) que cada vez que releemos lo escrito, encontramos cambios que hacer. Yo a veces me canso tanto de repasar y repasar que publico el texto en un arrebato, como forma de romper definitivamente el círculo vicioso lectura-corrección-lectura.

      A mí me gusta esta parte tal cual quedó. La mesura, sensatez y, en cierto modo, generosidad de Eladio, hacen que caiga bien el personaje.

      ¡Un saludo!

      Eliminar
    3. Qué manía de querer dejarlo todo perfecto. No caemos en la cuenta de que siempre encontraremos algo que no está donde debe o que ni siquiera debiera estar. Jajaja

      Eliminar
  2. Hola, amigo Miguel Ángel, creo que esta novela ya la publicaste en otro blog donde solía comentarte. Ya me dirás si estoy o no en lo cierto.
    El trabajo narrativo que has hecho me parece muy notorio y es una lástima que no tengas los lectores que te mereces, puede que influya también, el hecho de que tardas tiempo entre capítulo y capítulo, pues la mayoría de blogueros lo hacemos semanalmente. Bueno, te deseo lo mejor siempre y supongo que tus ocupaciones laborales no te permitan actualizar con tanta frecuencia ¿verdad?
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola, Estrella! Un gusto tenerte por aqui. Estás en la senda correcta con tu suposición. Digamos que algo en mi interior me hacía creer que fui injusto con los personajes de aquella otra historia, que empecé descuidadamente, así que charlé con Sigfrido en la última entrada de aquel blog (literalmente) y le prometí algo más serio y, aunque el ambiente sea similar, también distinto en los modos. Seguirá habiendo humor, pero mayor profundidad en los personajes y muchas, muchas sombras. Digamos que es una versión versión 2.0 😃.
      ¡Muchas gracias por tus palabras! Dan mucho ánimo para seguir.
      ¡Un abrazo!

      Eliminar
    2. Olvidaba decir que, en efecto, mi trabajo y mis obligaciones familiares (tres niños) me atrasan bastante en este fantástico pasatiempo que es escribir. Pero con ganas se pueden muchas cosas, aunque sea poco a poco.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

8. ¡A las armas!

Sobresaltado por unas repentinas voces, Eladio abrió los ojos encontrándose bajo un cielo repleto de tristes nubes grisáceas que no inspiraban al ánimo. Estaba tumbado de espaldas sobre el irregular suelo del monte, rodeado de otros que, como él, acabaron cayendo rendidos al cansancio pese a la inquietud que les agitaba. Aturdido, se desperezó y buscó permanecer sentado, encontrando con la mirada cómo a no demasiada distancia tres hombres maniatados y cabizbajos eran conducidos por una dotación de lanceros hacia un espacio abierto donde fueron erigidos tres elevados postes. Un nutrido grupo de curiosos seguía a la comitiva sin la menor discreción. No sabiendo hallar una explicación a tal hecho, decidió preguntar a un espadachín que, junto a él pero ya en pie de hacía rato, seguía la escena con, al parecer, mayor idea por llevar despierto más tiempo. —¿Qué sucede? ¿Sabes tú algo? —preguntó. El hombre se volvió a descubrir la identidad de quien le cuestionaba antes de satisfacer la

4. ¡Presos!

Sintiendo en sus espaldas la perturbadora caricia de dos espadas, una para cada uno, caminaron Eladio y Sigfrido soportando las malintencionadas puyas de sus desconocidos captores. Al parecer, aquellos hombres ataviados con sucias cotas de mallas, que tocaban sus cabezas con sendos yelmos, ambas cosas con signos evidentes de haber sido usadas en más de una ocasión, habían decidido hacer un alto al otro lado de los matorrales que brotaban junto al solitario cedro que ellos, momentos más tarde, casualidades de la vida, usasen como rudo respaldo creyendo ingenuamente estar lejos de miradas extrañas cuando en realidad, con su charla, se comportaban como un par de ovejas lerdas que, sin saberlo, habían resuelto balar junto a la guarida de un lobo hambriento. La lanza de Eladio, claro está, se encontraba en poder de uno de aquellos individuos de miradas endurecidas, el mismo que les hablase al sorprenderlos. El otro cargaba con el viejo fardo de Sigfrido. —Ahora os llevaremos a un lugar d